lunes, 10 de diciembre de 2007

Über KULTUR

Tres fragmentos de GONZALEZ HEVIA, Leoncio. "El Régimen nazi y su germanismo protestante" [en línea]. El Catoblepas. Noviembre 2004, nº 33. http://www.nodulo.org/ec/2004/n033p20.htm

“(...)Por lo que hace a lo primero, es decir, la polémica entre católicos y protestantes, es algo que viene de lejos: se trata de la cuestión sobre la libertad humana, que ya San Agustín removiera frente a Pelagio (y recuérdese, para el asunto que nos ocupa, que Lutero fue un monje agustino), como siglos después hará el dominico Báñez (al tomar parte en las controversias de auxiliis sobre la Gracia, o sobre la Cultura) frente al jesuita Luis de Molina, cuando éste trate de conciliar la presencia divina y la eficacia de la Gracia con la libertad humana –y recuérdese, para el asunto que nos ocupa, que Hitler se formó con los dominicos–. Así las cosas, conviene precisar que los historiadores de la Teología suelen clasificar las doctrinas de los teólogos orientadas a ofrecer esquemas de conexión entre el Reino de la Naturaleza y el Reino de la Gracia, en dos grupos: doctrinas naturalistas y doctrinas sobre-naturalistas. Mientras el naturalismo radical se habría abierto paso en el siglo IV, en la forma del pelagianismo, la doctrina sobre-naturalista de la Gracia habría tenido una versión radical (la ya apuntada doctrina de San Agustín contra Pelagio, o la doctrina de Calvino según la cual la naturaleza humana no puede acercarse a la Gracia, que es una asistencia que viene de lo alto) y una versión moderada, cuya expresión más madura tomaría forma en la doctrina de Santo Tomás de Aquino. Con lo cual la posición freudiana puede considerarse sin duda como una versión radical de la doctrina sobre-naturalista de la Cultura (incluso en el punto que establece que la Cultura es represión de los instintos naturales, que necesitan de una rigurosa disciplina sobrenatural), mientras que la posición de Skinner puede considerarse como una versión moderada de esa misma doctrina. Lo que nos lleva de nuevo al principio, pues como Bueno sostiene, la terapia de la conducta de Skinner es, efectivamente, una disciplina católica: es decir, que el individuo, si quiere ser perdonado, tiene que hacer buenas obras y no basta con la iluminación de la conciencia, como hace el psicoanálisis de Freud, que es luteranismo puro.
De ahí que Bueno mantenga que la idea de un Reino de la Cultura es la secularización de la idea del Reino cristiano de la Gracia, que es también medicinal y santificante; sólo que ahora, la dignidad del hombre podrá fundarse, no ya tanto en su divinidad, cuanto en su humanidad. Por esa razón, la secularización en la que hacemos consistir el proceso de constitución de un Reino de Cultura, implica un eclipse de la Fe católica en el Espíritu Santo como transmisor de la Gracia; e implica el eclipse de un Espíritu que, a través de la reforma de Lutero, habría comenzado a soplar, no ya a través de Roma, sino a través del fuero interno de cada hombre. Esto, y no otra cosa, es el pietismo: sentimentalismo religioso contrario a toda institución eclesiástica. En otras palabras: la subversión que, al emancipar de la autoridad papal a la Cristiandad, puso en marcha el proceso de disolución de la propia Iglesia, es la misma subversión que invirtió la relación del complejo Ciencia-Filosofía con la religión positiva revelada, pues la Ilustración no fue meramente la emancipación absoluta de la Razón, sino la emancipación de la Iglesia Romana y de lo que a ella iba adherido. Aunque Hegel interpretó este proceso atribuyendo a Lutero el papel de héroe de la Razón. Nada más desafortunado, por cuanto que Lutero llegó a llamar prostituta a la Razón.
Es decir, que el pietista Bismarck lanzó su batalla en pro de la Cultura humana (ahora que la dignidad del hombre pudo fundarse en su humanidad) contra la Iglesia Romana, pero también contra la filosofía racionalista heredera del cartesianismo, de manera que el ideal de Cultura significará ahora el ideal de una cultura laica, así como el ideal de una cultura artística y literaria...”



“...Así las cosas, el nuevo cauce por donde el soplo del Espíritu llegará a los hombres (aprovechando que ahora sopla a través del fuero interno de cada uno de ellos), será el cauce de las asambleas constituidas por los hombres de los pueblos más diversos: verbigracia, el pueblo alemán. Es decir, que el Espíritu Santo se transformará en el Espíritu de ese pueblo. Será ahora cuando podremos hablar de una evolución convergente de la idea del Reino de la Cultura, y de la idea de un Pueblo o Nación dotados de un Espíritu y una Raza propios: verbigracia, la Santa Alemania, dotada de una Raza, la aria, pretendidamente superior.
Ahora bien, éste es el ejemplo más famoso y siniestro de mito oscurantista que es posible aducir hoy (el que Alfredo Rosenberg formuló como el mito del siglo XX) y se trata, en definitiva, de eso: del mito de la Raza aria como dispensadora de la Cultura más auténtica.
Pero, más concretamente, se trata de un mito que corresponde a la Nematología (o Teología) mixta de la nebulosa ideológica del III Reich, resultante de la confluencia de la Nematología llevada a efecto por la mediación del darwinismo social, la mencionada teoría de la Raza aria y el panteísmo de, por ejemplo, Lessing y de la Nematología dogmática –que partiría ya de la declaración de los principios de la Fe en Alemania...”



“...Ahora bien, la Historia Universal no la hace todo el Género Humano sino una parte que es un Imperio, en cuyo caso el Imperio luterano no puede ser universal, porque es depredador –como el nazismo tampoco puede ser universal porque es racista, es decir, particularista–. En particular, la norma del imperialismo depredador de la Alemania nazi del III Reich propuso a Alemania como modelo soberano al que habrían de plegarse las demás sociedades políticas, que sólo existirían para Alemania a título de colonias, susceptibles de ser explotadas. Sin embargo, todas las partes de la sociedad son imprescindibles en un proceso de transformación histórico, y ninguna puede ser universal si no muestra su capacidad para absorber a las otras. Ésta es la idea que ejerció el Imperio español en cuanto que católico y generador, lo que nos retrotrae a la polémica antes apuntada, entre católicos y protestantes: por eso dijimos entonces que se trataba de la cuestión capital sobre la libertad humana.

Así las cosas, no cabe descartar la reminiscencia de la consolidación de una Unión Europea (como un Estado federal) ligada a un nacionalismo alemán de nuevo cuño, habida cuenta de la trayectoria que ha seguido Alemania una vez transcurridas las décadas de su recuperación (después de su derrota y fragmentación en la II guerra mundial), a saber: reunificación de Alemania, política unilateral de reconocimiento de Croacia y Eslovenia y apertura hacia el Este, pues también se trataría, por parte de Alemania, de incluir a Polonia, Hungría y Bohemia en el campo de la influencia dominante del IV Reich en formación."

lunes, 8 de octubre de 2007

No tenemos derecho

Buenos días, amigos. Hay que retomar el hábito de darle a la tecla, con ese pensamiento me despierto. Mañana valenciana de las malas. La mañana valenciana, cuando sale mala, tiene desabrimientos de pantano, como si la Albufera vecina se desperezara en silencio, lo primero, sacudiéndose las legañas de unos resoles agrios, pochos, que nada vivifican. En esta ominosa mañana valenciana, miro a las palomas turcas con dolor de riñones en la mirada, y ellas me devuelven unos graznidos -estas palomas "infieles" no zurean como nuestras discretas palomas hispanas, no, graznan como las huestes de Selim -que me hielan la sangre. Es, claro, Lunes. Noto, sí, como el desánimo y la pereza me amenazan, llevo aferradas a mis hombros un par de obesas palomas turcas. Puf... dos torvos y malintencionados bajaes.

«Voy a contar una anécdota que oí en una ocasión en la que se decía que el demonio sacó en una ocasión sus armas a subasta delante de innumerables demonios. Sacó sus armas a subasta y Satanás decía: “¿Cuánto dais por esta piedra? Esta es la piedra de la lujuria, infinidad de almas tengo sumergidas en el infierno por esta piedra”. El resto de los demonios subastaba. Después sacó otra piedra “¿Qué dais por esta piedra? Esta es la piedra de la soberbia, tened en cuenta que en el infierno hay vírgenes pero no hay humildes, por lo tanto esta piedra de la soberbia es de un valor incalculable”. Pujaban los demonios, y después de sacar una serie de piedras, de repente dijo: “¡ay!, ahora aquí tengo una piedra, pero esta no la saco a subasta. Esta es la piedra con la que más almas he metido en el infierno, no hay nadie en el infierno que no esté por ella”. Y entonces los demás diablos pujaban y decían: “¡sácala a precio! ¿qué piedra es esa? ¡dínoslo! ¡comunícanos tu secreto!”. No os comunico nada, decía él. “Pero, ¿qué piedra es esa?, le replicaban. ¡Ah!, dijo él, esta es la piedra del desaliento”. (...) Porque es palabra de Dios en San Pablo, que todos los que quieran vivir piadosamente según Cristo, han de padecer persecución. Y en esa persecución iremos quedando poco a poco aislados, solos. Y aquí entran en juego el desaliento y ese pesimismo. No tenemos derecho a ser pesimistas ni a dejarnos desalentar.»

Que no, coleguis, que no... ¡Que ni siquiera tenemos derecho!

Tranquilos pues, OK?

Venga.

viernes, 29 de junio de 2007


SAAAALVEEEE, colegas. Como hace un huevo que no escribo y no sé -¡jodé! -cuando tendré tiempo para hacerlo, y para hacerlo a gusto, no sus calentéis de que aquí el pipa "fusile" a Julio Mtínez. Mesanza para consolarse. Como habéis visto, también me he permitido aportar a la moda de temporada una hermosísima y virtuosísima bandera para que la luzcáis a discrección y tela fardones-as en, por ejemplo, vuestro ajuar playero, de la sombrilla a los manguitos. Cuidaos mucho, y disfrutad de la arena y el gentío, aquellos-as que podáis.

«Han vuelto a emborracharse los marinos:
otra vez hablan de un país incierto
que dicen conocer. En esa tierra
no existe la codicia y sólo leyes
benignas la gobiernan. Eso dicen.
Pero no se pondrán jamás de acuerdo
sobre el lugar exacto en que se encuentra.
Los más osados quieren que mi reino
se asemeje al país de sus visiones,
y se ha creado una hermandad secreta
cuyos fines no ignoran mis espías.
Pero con esas gentes es preciso
tener cordura: que hablen. Si existiera
su soñado país, sería un fraude:
ningún hombre en sus fábulas he visto,
sólo un plan sin relieve y una vida
sin amigos, caballos ni horizontes.
Sólo he visto un poder que odia la sangre,
y predestinación, y ley que dice
derecho y no deber, y ley que castra.
Que los marinos beban cuanto quieran:
si existe ese país que ofende al hombre,
asolaré en justicia sus dominios.»

Julio Martínez Mesanza (Europa y otros poemas, 1990)

domingo, 20 de mayo de 2007

DOS CANCIONES







I:

Fortuna, no m'amenazes
ni menos me muestres gesto
mucho duro,
que tus guerras y tus pazes
conosco bien, y por esto
no me curo;
antes tomo más denuedo,
pues tanto almazén de males
has gastado,
aunque tú me pones miedo
diziendo que los mortales
has guardado.

Y qué más puede passar,
dolor mortal ni passión
de ningún arte,
que ferir y atrauessar
por medio mi coraçón
de cada parte?
Pues vna cosa diría
y entiendo que la jurasse
sin mentir:
que ningún golpe vernía
que por otro no acertasse
a me herir.

Piensas tú que no soy muerto
por no ser todas de muerte
mis heridas?
Pues sabe que puede, cierto,
acabar lo menos fuerte
muchas vidas.
Mas está en mi fe mi vida,
y mi fe está en el beuir
de quien me pena,
assí que de mi herida
yo nunca puedo morir,
sino de agena.

Y pues esto visto tienes,
que jamás podrás conmigo
por herirme,
torna agora a darme bienes
porque tengas por amigo
ombre tan firme.
Mas no es tal tu calidad
para que hagas mi ruego,
ni podrás,
c'hay muy gran contrariedad:
porque tú te mudas luego;
yo, jamás.

Y pues ser buenos amigos
por tu mala condición
no podemos,
tornemos como enemigos
a esta nuestra quistión
y porfiemos,
en la qual, si no me vences,
yo quedo por vencedor
conoscido.
Pues dígote que comiences,
y no devo haver temor,
pues te combido.

Que ya las armas proué
para mejor defenderme
y más guardarme,
y la fe sola hallé
que de ti puede valerme
y defensarme.






Mas ésta sola sabrás
que no sólo m'es defensa,
mas victoria;
assí que tú lleuarás
de este debate la ofensa,
yo, la gloria.
De los daños que m'as hecho,
tanto tiempo guerreado
contra mí,
me queda sólo vn prouecho,
porque soy más esforçado
contra ti,
y conozco bien tus mañas,
y en pensado tú la cosa,
ya la entiendo,
y veo cómo m'engañas;
mas mi fe es tan porfiosa,
que lo atiendo.

Y entiendo bien tus maneras
y tus halagos traydores
nunca buenos,
que nunca son verdaderas,
y en este caso d'amores
mucho menos.
Ni tampoco muy agudas,
ni de gran poder ni fuerça,
pues sabemos
que te buelues y te mudas,
mas Amor nos manda y fuerça
qu'esperemos.

Que tus engaños no engañan
sino al que amor desigual
tiene y prende;
que al mudable nunca dañan,
porque toma el bien y el mal
no lo atiende.
Estos me vengan de ti,
pero no es para alegrarme
tal vengança
que, pues tú heriste a mí,
yo tenía de vengarme
por mi lança.

Mas vengança que no puede,
sin la firmeza quebrar,
ser tomada,
más contento soy que quede
mi herida sin vengar
que no vengada.
Mas con todo he gran plazer,
porque tornan tus bonanças
y no esperan,
ni duran en su querer
a que bueluan tus mudanças
y que mueran.

CABO

Desd'aquí te desafío
a huego, sangre y a hierro
en esta guerra;
pues en tus bienes no fío,
no quiero esperar más yerro
de quien yerra.
Que quien tantas vezes miente,
aunque ya diga verdad,
no es de creer;
pues ayrado ni plaziente,
tu gesto mi voluntad
no quiere ver.
JORGE MANRIQUE (1440?-1479)
(Semblanza por F. J. Losantos)




II:



ESTURIÓN. LP "Vicio" (1989)

martes, 15 de mayo de 2007

De los FUERTES: Santos y héroes

«Yüsuf ben Tasüfin, nuevo emir del imperio almorávide al norte de África, desembarca en Algeciras en 1086. Acaudilla formidable ejército, y cuatro meses después Alfonso VI sufre una terrible derrota en Zalacá.
En 1090, desembarca por tercera vez. Fracasa en la conquista de Toledo y devasta tierras y castillos. Al de Majerit también le llegó su turno y la aldea fue saqueada.
El miedo obliga a sus pacíficos y laboriosos campesinos a abandonar la villa. ISIDRO emprende ruta hacia el Norte. Se detiene en Torrelaguna, donde tiene algunos lejanos parientes. Un rico labrador le encarga de cultivar sus fincas.
La vulgaridad de los mediocres nunca está ociosa, y como el envidioso, adelgaza con la gordura ajena. Los compañeros de labor no tardan en hacerle blanco de falsas acusaciones. El amo crédulo y superficial, ignora la fidelidad laboriosa de Isidro. Cree las patrañas de sus colegas.



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Le somete a la prueba y le exige mayor rendimiento. El santo con paciente humildad soporta la calumnia y la prueba, pero defiende su dignidad con entereza. Encarna las virtudes propias del castellano viejo. Laboriosidad, honradez, discreción. Aprecia al hombre por lo que es, no por lo que tiene.
Era costumbre en Castilla que el señor entregase como salario a sus criados unas parcelas de tierra, el pegujal. Trabaja su pegujal y logra cuantioso grano. La avaricia del amo coloca al santo en trance difícil. Calma las iras del dueño. Le dice: "Tomad, señor, todo el grano. Yo me quedaré con la paja". Dios se encarga siempre de confundir la envidia y codicia. El poco trigo que entre la paja había quedado, se multiplica milagrosamente con pasmo de todos.
En Torrelaguna conoce a MARÍA, con la que contrae un esponsalicio santo. Ella, según los biógrafos, es cristiana recia, amante del trabajo y asidua en la oración.
La Historia la conoce con el nombre de Sta. María de la Cabeza. Al morir, su cabeza fue trasladada a una ermita no lejos de Torrelaguna.
Los esposos desean consagrarse más a Dios, y deciden vivir separados. María se retira a una ermita y el santo permanece solo. Volverían a unirse en los últimos años de su vida y tienen un hijo único.
Nostalgia de su villa natal siente en este destierro, cara a las lejanas cumbres de Somosierra. Añora su querida Magerit.
Alfonso I el Batallador toma Zaragoza, expulsando a los almorávides. La hora de partir para Isidro y María había sonado. Las risueñas y fértiles riberas del Manzanares vuelven a alegrar sus ojos, y entran gozosos en la villa que ya no abandonará el santo hasta su muerte.
Juan de Vargas, encandilado por sus cualidades, le pone al frente de sus dilatadas y riquísimas posesiones que se abren hacia la anchurosa meseta.
Lustros y lustros de trabajo sencillo, oculto y gozoso. Se parece al canto de los pájaros que revolaban bulliciosos en torno a sus mansos bueyes. Muere Alfonso VI y: le sucede Alfonso VII, Alfonso VIII, pero Isidro tiene su corazón puesto donde están los verdaderos gozos. Sabe que esta vida es buena pero miserable, y que la eterna es mejor y además feliz.
El santo es tan pobre que no podía serlo más. No cultiva su prado, viña o pegujal, y trabaja los campos de Juan. Al anochecer, se descubre siempre respetuoso ante su señor y le dice: "Señor amo, ¿a dónde hay que ir mañana?" Vargas le señala la tarea de la jornada. Sembrar, arar, barbechar, limpiar y podar vides o levantar la cosecha.
Al día siguiente a la Virgen de la Almudena o a Sta. María de Atocha, guiaba sus bueyes hacia las colinas onduladas de Carabanchel. Las tierras de Getafe y Móstoles, las umbrías y acogedoras orillas del Jarama, las riberas del Manzanares recogían agradecidas sus sudores ardientes.
Horas y horas de labor bajo sol calcinante o lluvia pertinaz. Trabaja sin prisas ni pausas, esperando con paciencia la venida del Señor que "está cerca", como recuerda la primera lectura de la Misa (Sant 5,7-8).
Un trabajo ennoblecido por las claridades de la fe. La frente bañada en el oro del cielo, y el alma envuelta en las caricias ásperas o suaves de la madre tierra. Cielo, terruño son los únicos libros de aquel labrador incansable que no sabe leer. Rebosa felicidad mirando a Dios en la naturaleza, y adorándole presente en su alma. ¡Cuántas veces, entre ventiscas y tempestades o en los días serenos y luminosos, le cantaría: "Eres tan grande que no cabes en el firmamento... y tan pequeño que te encierras en mi corazón"! Nunca se fatiga, y si se fatiga ama la misma fatiga, pues el amor le hace encontrar descanso en el trabajo.
Calderón de la Barca, el maestro Espinel, Lope de Vega y Guillén de Castro, entre otros, le cantan en versos inmortales. Las mesetas de Castilla quedarán siempre iluminadas y fecundadas con su sencillez y paciencia. No hizo nada extra, pero fue un héroe que sembraba en la tierra una cosecha de eternidad. En su zamarra de labriego podría bordarse una cruz y un arado. Con letras de oro, ora et labora».

Tomás Morales S. J., «Semblanzas»

«Pues me parece que el atleta valiente, una vez desnudo para luchar en el estado de la piedad, debe sufrir con valor los golpes que le den los contrarios, con la esperanza de la gloria del premio. Pues que todos aquellos que en los juegos gimnásticos se han acostumbrado a las fatigas de la lucha, jamás desmayan por el dolor de los golpes; antes bien, despreciando los males presentes por el deseo del triunfo, atacan de cerca de sus adversarios. De la misma manera, aunque al varón virtuoso le acontezca alguna cosa desagradable, no por eso perderá su gozo».

SAN BASILIO, Homilía sobre la alegría.

martes, 1 de mayo de 2007

"Walpurgis"

Saludos, compañeros y compañeras: feliz día del trabajo para todos, sea cual sea vuestra natural inclinación por la maldición bíblica de marras. Pareciera, con cada nuevo 1st May, como que hubiera menos que reivindicar y, paradójicamente, menos que conmemorar, ¡pocos se acuerdan de los mártires de Haymarket! ¡Como para ponerse a contar batallitas estando las hipotecas como están...! Pero antes todavía de que el capitalismo conviertiera a los proletarios en héroes con todo merecimiento, este ya era y es un día de celebraciones, en efecto, es la antesala del mes consagrado a la Madre de Dios y Madre nuestra ¡que nunca nos deje de su mano e intercesión!, y antes aún ¡no demasiado, no creáis, no es tan vasta la altura que separa la luz de las inmundas tienieblas! fue, digamos, fecha señalada en el calendario por motivos más... oscuros. Pero veamos, acaso esta pasada noche... ¿no notasteis nada? ¿Ningún escalofrío agitó vuestros sueños por debajo de las sábanas? ¿Ninguna esquelética rama tamborileó indecorosamente sobre el vidrio de la ventana? ¿No os hizo muecas la enferma luna? Y si sois de los que, en esa noche, se arrastran, contumaces, allá donde brilla el resplandor vacilante de antros y tabernas, ¿nadie se os cruzó en el camino trazando espantadas cruces mitad a vosotros mitad a la vacía negrura de las callejas? En cualquier caso ¿no despertasteis esta mañana con un ligero e indefinible ALIVIO de, ¡precisamente!... haber despertado? ¿... EH? ¿La “razón”? Hay que susurrarla, no pregonarla en la plaza como un romance de ciego, así que acercadme vuestro oído un instante:
Hexennacht, HEXENNACHT... la-las brujas ¡las brujas! ...Ya lo sabes insensato, vuelve a tu casa y enciende una vela a Santa Walburga y otra a San José ¡Punto en boca! Desaparece como yo desaparezco de vuelta a mi aposento, sin añadir más locuras a oídos tan poco circunspectos... Y cuando se oculte este sol raquítico y se agranden las sombras, entonces ¡oh sí! entonces...


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RELATO

por el Capitán Marryat

(...) Por fin llegaron al islote. Desembarcaron los azadones y pronto pudieron mostrar al comandante el cocotero bajo el cual habían enterrado el dinero. Fueron extrayendo saco tras saco y amontonándolos en la playa.

El comandante había vuelto un instante la espalda para dar prisa a sus soldados, cuando tres o cuatro puñales se clavaron en su espalda. Murió casi instantáneamente, mientras Felipe y Krantz contemplaban la escena.
Nosotros no queremos nada -dijeron inmediatamente, pese a que Pedro les indicó que podrían recibir su parte en el botín. Lo hacían porque lo más probable es que los portugueses no quisieran repartir el oro.
Por cierto que aquel oro parecía maldito. Tan pronto como los portugueses enterraron el cadáver de su antiguo comandante, se suscitó entre ellos una reyerta. Sin perder tiempo, Krantz y Felipe embarcaron en uno de los navíos y dejaron el otro para los soldados.
-Se matarán entre ellos, como los marineros del Utrech -dijo Krantz-. Ese dinero no trae más que la desgracia. Lo único que siento es haber dejado al pobre Pedro con ellos.
-Y ahora -dijo Felipe-, debemos hacer rumbo hacia los parajes frecuentados por los barcos que se dirigen a occidente y tomar pasaje en alguno de ellos para llegar a Goa.
Fijaron su rumbo por las islas, de día, y por las estrellas, de noche, y comenzaron el largo viaje hacia la libertad, según pensaban ellos. Una mañana, Felipe le dijo a su compañero:
-Me dijo usted que un acontecimiento de su vida corroboraba eN cierto modo la historia de mi juramento y de mis desdichas. ¿Qué es? ¿Qué sucesos fueron esos?
-Sí -respondió su segundo pensativo-. ¿Ha oído usted hablar de las montañas del Hartz? ¿No? Es una región muy agreste y de la que se relatan historias muy extrañas. Allí hay seres perversos y yo puedo dar fe de ellos, puesto que con uno tuve tratos.
“Mi padre no procedía del Hartz, sino que era siervo de un noble húngaro que tenía grandes propiedades en la Transilvania, pero aunque siervo no era ni pobre ni ignorante. Por el contrario, había sido elevado a la dignidad de mayordomo. Sin embargo el que nace siervo conserva allí su condición toda la vida, aunque como ya le digo mi padre llegó a reunir una pequeña fortuna.
“Eramos tres hermanos. César, el mayor, yo, que me llamo Hermann y mi hermana Marcela, la pequeña. Mi madre era una mujer muy hermosa, pero por desgracia más bella que virtuosa. El señor de la tierra la vió y la admiró. Envió a mi padre fuera de la provincia en una comisión y durante su ausencia mi madre le fue infiel con el señor.
“Mi padre regresó inopinadamente y descubrió la traición: sorprendió a los dos en flagrante delito de adulterio y los mató a ambos. Como siervo, nada podría librarle del castigo, por lo que recogió todo el dinero que pudo, enganchó los caballos al trineo y nos llevó con él, internándose en las montañas del Hartz. Naturalmente todo esto lo supe mucho después.

“Mis recuerdos alcanzan a una pequeña cabaña en la que vivíamos, en medio de la profunda selva que cubre esa parte de Alemania. Alrededor de la cabaña había unas cuantas fanegas de tierra que mi padre cultivaba durante el verano. En el invierno mi padre iba a cazar y nos dejaba en la cabaña. Esta distaba más de dos millas de la más próxima vivienda.
“Nadie le ayudaba a cuidarnos, pero aun cuando hubiera encontrado una mujer dispuesta a hacerlo, no la habría admitido, porque había cobrado una gran repulsión hacia las mujeres. Nuestra educación estaba por tanto muy descuidada y, debido a su desgracia, si bien a mi hermano César y a mí nos trataba bien, no ocurría lo mismo con la pequeña Marcela, mi hermanita, a la que maltrataba, aunque ella le quería mucho.
“Cuando salía a cazar no nos dejaba fuego encendido por miedo a que quemáramos la casa, así que pasábamos mucho frío, y permanecíamos silenciosos esperando a que regresara, para poder comer algo, y a que llegase la primavera para poder salir y escuchar el canto de las aves.
“Así vivimos hasta que mi hermano César cumplió nueve años, yo siete y mi hermanita cinco.
“Una noche mi padre volvió a casa muy tarde. No había cazado nada y venía yerto de frío y de muy mal humor. Había traído leña y cuando le ayudábamos a hacer fuego, cogió a mi hermana por un brazo y la tiró a un lado. Ella comenzó a echar sangre por la boca, pero ni siquiera se atrevió a llorar. Mi hermano y yo nos sentamos a su lado, mientras mi padre se calentaba al fuego. Poco después se oyó el aullido de un lobo en la puerta.

“Mi padre cogió su escopeta y salió. Aunque era brusco con nosotros, le amábamos y temimos por su vida.
“Lavamos la sangre de Marcela y nos acercamos al fuego para calentarnos. Luego Marcela dijo que hiciéramos un poco de cena para que nuestro padre se pusiera contento si venía.
“Así lo hicimos. No obstante no tardó en llegar mi padre, acompañado de una joven y de un hombre alto y moreno, vestido de cazador.
“Mi padre nos relató que al salir persiguiendo al lobo, había visto sus pisadas y luego a un hermoso lobo blanco, el cual se retiraba gruñendo. Mi padre lo siguió. El lobo no corría, pero se alejaba al mismo paso que mi padre. Mi padre lo persiguió durante horas ya que el lobo blanco es muy raro y su piel se paga bien.
“Mi padre lo siguió hasta un claro en el bosque, uno de esos claros que los campesinos asocian con los brujos, y bruscamente el lobo desapareció cuando mi padre lo apuntaba con su escopeta. Un momento después oyó el sonido de un cuerno de caza. A los pocos instantes se presentó un hombre alto, montado a caballo con una mujer a la grupa. El hombre le dijo a mi padre que se habían perdido en la selva, y que eran perseguidos. Si no encontraban pronto cobijo, morirían de hambre y de frío.

“Mi choza está a pocas millas -respondió mi padre-. Pueden ustedes llegar hasta ella, descansar y reponer sus fuerzas, además de calentarse. ¿De dónde vienen?
-”Nos hemos escapado de Transilvania, donde el honor de mi hija y mi vida estaban en peligro. Por cierto, que mi hija está medio helada.
“Mi padre les dijo que había llegado allí persiguiendo a un lobo, y ellos respondieron que un lobo blanco se había cruzado en su camino.
“Por fin llegaron a la cabaña, donde ya nosotros habíamos preparado la cena. La mujer era joven de unos veinte años de edad. Llevaba un traje con guarniciones blancas, piel y un gorro de armiño blanco. Su cabello era rubio brillante, pero había algo en sus ojos que a nosotros nos hizo estremecer. Sus miradas parecían furtivas e inquietas. Pero era muy hermosa, pese a todo.
“Esa noche nosotros no pudimos dormir apenas, no acostumbrados a la presencia de extraños en mi casa. Mi padre habló durante mucho rato con los forasteros, y el hombre le contó que era un siervo de un señor transilvano y que éste quería seducir a su hija. El hombre había matado a su señor. Mi padre observó que su historia era muy parecida a la suya y en efecto, la relató. Resultó que ambos eran primos, o al menos así dijo el hombre, que se llamaba Wilfredo.
“A la mañana siguiente la joven se levantó y quiso acariciar a Marcela, pero ésta no podía resistir su contacto, sin saber por qué.
“Para no alargar la historia, aquellos dos pasaron quince días en casa, transcurridos los cuales, mi padre le pidió a Wilfredo la mano de su hija.
“-Lo concedo -respondió el otro-. Como aquí no hay cura alguno, yo mismo os uniré. Juntad vuestras manos y tú, primo, repite conmigo: “Juro por todos los espíritus de las montañas del Hartz...”
-”No, juro por el Cielo -dijo mi padre.
-”No es esa mi costumbre -respondió Wilfredo-. Si no lo repites no te casarás con mi hija.
“Mi padre, aunque a regañadientes, lo hizo. Juró que tomaría a Cristina por mujer y que la protegería y amaría y que no la golpearía jamás.
“Luego Wilfredo añadió:
-”Jura ahora: “Juro por todos los poderes que ejercen el bien y el mal y que la venganza de los espíritus caiga sobre mí y sobre mis hijos, que perezcan en las garras del buitre, del lobo y de las alimañas, y que sus carnes sean despedazadas y sus huesos blanqueen en la espesura...”
“Naturalmente, mi padre vaciló al repetir las últimas palabras. Marcela se había echado a llorar.
“Wilfredo, la mañana siguiente, dijo que tenía que partir y así lo hizo. Una vez casados, nuestra madrastra dejó de comportarse bien con nosotros y nos golpeaba y maltrataba cuando mi padre salía a cazar.
“Una noche mi hermanita nos dijo que nuestra madrastra había salido, vestida con su bata de dormir, y poco después oímos un lobo aullar en la puerta. César dijo que el lobo podría devorar a Cristina, pero a los pocos instantes entró Cristina de nuevo. Nos hicimos los dormidos y la vimos lavarse en una palangana.
“Los tres temblábamos y decidimos vigilar a la noche siguiente. En efecto, Cristina volvió a salir, y volver al poco tiempo, mientras sonaba el aullido del lobo. Naturalmente no le dijimos nada a nuestro padre. Así ocurrió durante muchas noches, hasta que una, César, que era un muchacho muy valiente, tan pronto como Cristina abandonó el lecho, salió tras de ella, con la escopeta. No había transcurrido mucho tiempo cuando oímos el ruido de un disparo que no despertó a mi padre. Cristina entró poco después, con la bata de noche llena de sangre. Se lavó, y quemó la bata en la chimenea, mientras yo tapaba la boca de Marcela para que no gritase. Mi padre no se despertó. De la pierna de Cristina salía sangre en abundancia, que ella curó. Pero, ¿qué había sido de César?
“Cuando mi padre despertó, le ppregunté que dónde estaba César, mi padre vio que le faltaba la escopeta y salió. No tardó en volver con el cuerpo de nuestro hermano, mutilado y muerto. Le dejó en el suelo y se quedó con la cabeza cogida entre las manos.

-Acostaos -dijo Cristina con rudeza-. Vuestro hermano salió a perseguir a un lobo, imprudentemente, y el animal ha sido más fuerte que él y lo ha matado. Pobre muchacho, ha pagado cara su ligereza.
“Ese día mi padre enterró a mi hermano, pero dos días más tarde volvió diciendo que las alimañas habían desenterrado el cadáver y lo habían devorado. Mientras, mi madrastra me miraba con ojos que echaban chispas, por lo que callé. Ella siguió saliendo por las noches, mientras mi padre dormía.
“Llegó la primavera y mi padre y yo trabajábamos en el campo. Mi madrastra dijo que iba al bosque por unas hierbas y Marcela quedó en la cabaña. Al poco tiempo mi padre y yo oímos gritar a mi hermanita y corrimos. Cuando llegábamos a la puerta de la cabaña, vimos salir de ésta un gran lobo blanco que huyó. Mi padre y yo entramos en la cabaña y vimos a la pobre Marcela expirando. Estaba atrozmente mutilada. Nos miró afectuosamente unos segundos y luego murió. Cuando estábamos inclinados sobre ella, regresó Cristina, que dio algunas muestras de dolor al ver la escena.
“Mi padre parecía no reponerse de aquella nueva pérdida. Enterró a mi hermana, y esa noche ví a mi madrastra salir de la casa. Me vestí y la seguí. Pero cuál no sería mi horror, al descubrir a Cristina muy afanada quitando la tierra de la sepultura, arrojándola hacia atrás como hacen los animales. Por fin desenterró el cuerpo y no pudiendo resistir el horror, volví a la cabaña y le grité a mi padre que los lobos estaban allí. Cogió su escopeta y salimos. Cuál no sería nuestro espanto cuando vimos a Cristina devorando el cadáver de la pobre niña. Mi padre disparó sobre ella, y después cayó desmayado. Yo permanecí a su lado hasta que recobró los sentidos.
“Se puso en pie y nos acercamos a la fosa. Junto a los restos de mi pobre hermana había una gran loba blanca, muerta.

-”¡Dios mío, he tenido relaciones con los espíritus del Hartz! -exclamó aterrado. Después enterramos los restos de mi hermana y cubrimos la sepultura con piedras. A la mañana siguiente oímos fuertes golpes en la puerta. Entro Wilfredo.
-”¿Dónde está mi hija? -gritaba colérico.
“-Donde debe estar ese diablo -respondió mi padre-. ¡En el infierno!
“-Pobre mortal que desafía a los espíritus del Hartz -respondió Wilfredo-. Ya sentirás sobre tí su cólera.
“-Fuera de aquí, demonio.
“Mi padre levantó el hacha y la dejó caer sobre el cuerpo de Wilfredo, pero la hoja pasó a través de su figura sin ocasionarle el menor daño. Mi padre perdió el equilibrio y cayó al suelo.
“-Mortal -dijo el cazador poniendo el pie sobre la cabeza de mi padre-, nosotros sólo tenemos poder sobre los asesinos. Tú has cometido dos crímenes, pagarás la pena a la que te sometiste por el juramento. Dos de tus hijos han perecido ya. El tercero los seguirá, sin duda, porque tu juramento fue aceptado. Mi castigo es que vivas aunque podría matarte ahora mismo.
“Y dicho esto, el espíritu desapareció. Mi padre se alzó del suelo, me abrazó con ternura, y se arrodilló para rezar.
“A la mañana siguiente abandonamos de nuevo la cabaña, dirigiéndonos a Holanda, donde al fin llegamos. Mi padre llevaba algún dinero, pero a los pocos días de encontrarnos en tu tierra, le acometió una fiebre cerebral y murió delirando. A mí me llevaron a un asilo y más tarde me alistaron como marinero. Ya conoces mi historia. La cuestión es si debo o no sufrir la pena por el juramento de mi padre. Estoy convencido de que de una forma otra, la sufriré al fin.

Felipe y Krantz divisaron al fin, tras veintidós días de navegación las altas tierras de Sumatra. Pese a las privaciones, su salud no se había alterado, pero desde que relatara su historia, Krantz parecía obsesionado por los recuerdos y el pesimismo. Cuando Felipe hablaba de Goa, le dijo:
-Tengo el presentimiento de que no veré esa ciudad. (...) FIN

sábado, 21 de abril de 2007

Carl Schmitt

DIALOGO SOBRE EL PODER Y EL ACCESO AL PODEROSO




Titulo original: GESPRÄCH ÜBER DIE MACHT UND DEN ZUGANG ZUN MACHTHABER.
Günther Neske, Pfullingen, 1954.

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¿Sois felices?
¡Somos poderosos!
LORD BYRON


PROTAGONISTAS DEL DIALOGO:
E.-(Estudiante que pregunta.)
C. S.-(Contesta)
El Intermezzo puede ser leído por una tercera persona.

..................

E.-Antes de que hable usted del poder, tengo que preguntarle una cosa.

C. S.-Dígame, por favor, señor E.

E.-¿Usted mismo tiene poder o no lo tiene?

C. S.-Esta pregunta está muy justificada. Quien habla del poder debería decir previamente en que situación de poder se encuentra él mismo.

E.-Pues bien, ¿tiene usted poder o no lo tiene?

C. S.-Yo no tengo poder. Soy de los que carecen de poder.

E.-Esto es sospechoso.

C. S.-¿Por qué?

E.-Porque entonces, probablemente, estará usted predispuesto contra el poder. Disgusto, amargura y resentimiento son peligrosas fuentes de errores.

C. S.-¿Y si yo perteneciera a los que tienen poder?

E.-Entonces, probablemente, estaría usted predispuesto a favor del poder. También el interés por el propio poder y por su mantenimiento es, naturalmente, una fuente de errores.

C. S.-¿Quién, entonces, tiene derecho a hablar sobre el poder?

E.-Esto debería decírmelo usted.

C. S.-Yo diría que quizá existe aún otra posición: la de la observación y descripción desinteresadas.

E.-¿Esto sería entonces el papel del tercer hombre o de la inteligencia flotando libremente?

C. S.-¡Y dale con la inteligencia! No empecemos de buenas a primeras con tales presunciones. Intentemos primeramente enfocar con precisión un fenómeno histórico, que todos estamos viviendo y padeciendo. Ya veremos el resultado.

1.

E.-Así, pues, hablamos del poder que ejercen los hombres sobre los otros hombres. ¿De dónde procede realmente el inmenso poder que, pongamos por caso, Stalin o Roosevelt, o quien usted quiera, han ejercido sobre millones de hombres?

C. S.-En tiempos pasados se hubiese respondido a esto: el poder procede de la naturaleza o de Dios.

E.-Me temo que hoy día el poder ya no nos parecerá natural.

C. S.-Eso me lo temo yo también. Frente a la naturaleza nos sentimos hoy muy superiores. Ya no la tememos. Cuando nos resulta molesta, como enfermedad o como catástrofe natural, tenemos la esperanza de vencerla pronto. El hombre -por naturaleza un ser viviente débil- se ha elevado poderosamente sobre cuanto le rodea con ayuda de la técnica. Se ha hecho el señor de la naturaleza y de todos los seres vivientes de este mundo. La barrera que sensiblemente le oponía, en otros tiempos, la naturaleza -con fríos y calores, con hambres y carestías, con animales salvajes y peligros de toda índole- empieza a ceder visiblemente.

E.-Es cierto. Ya no hay que temer a ningún animal salvaje.

C.s.-Las hazañas de Hércules nos parecen hoy bastante modestas; y si hoy un león o un lobo aparece en una gran ciudad moderna, constituiría, todo lo más, un entorpecimiento de la circulación, y apenas se asustarían los niños. Frente a la naturaleza, el hombre se siente hoy tan superior, que se permite el lujo de instalar parques protegidos.

E.-¿Y qué sucede con Dios?


C. S.-Por lo que se refiere a Dios, el hombre moderno -aludo al típico habitante de gran ciudad- tiene también el sentimiento de que Dios retrocede o que se ha retirado de nosotros. Cuando surge hoy el nombre de Dios, el hombre de cultura normal de nuestros días cita automáticamente la frase de Nietzsche: Dios está muerto. Otros, aún mejor informados, citan una frase del socialista francés Proudhon, que precede en cuarenta años a la frase de Nietzsche y que afirma: Quién dice Dios quiere engañar.

E.-Si el poder no procede ni de la naturaleza ni de Dios, ¿de dónde proviene entonces?

C. S.-Entonces solo nos queda una posibilidad: el poder que un hombre ejerce sobre otros hombres procede del hombre mismo.

E.-Así ya me parece mejor. Hombres lo somos todos. También Stalin fue un hombre; también Roosevelt o quienquiera se nos ocurra citar aquí.

C. S.-Esto parece realmente tranquilizador. Si el poder que un hombre ejerce sobre otros procede de la naturaleza, entonces es, o bien el poder del progenitor sobre su prole, o la supremacía de los colmillos, cuernos, garras, pezuñas, vejigas ponzoñosas y otras armas naturales. Podemos prescindir aquí del poder del progenitor sobre su prole. Nos queda, pues, el poder del lobo sobre el cordero. Un hombre que tiene poder sería un lobo frente al hombre que no tiene poder. Quien no tiene poder se siente como cordero hasta que, por su parte, alcanza la situación de poderoso y desempeña el papel del lobo. Esto lo confirma el adagio latino Homo homini lupus. En castellano: el hombre es un lobo para el hombre.

E.-¡Qué asco! ¿Y si el poder procede de Dios?

C. S.-Entonces, el que lo ejerce, es portador de una cualidad divina; con su poder adquiere algo divino y se debería venerar, si no a él mismo, sí al poder de Dios que lo es inherente. Esto lo confirma el adagio latino Homo homini Deus. En castellano: el hombre es un Dios para el hombre.

E.-¡Esto es demasiado!

C. S.-Mas si el poder no procede ni de la naturaleza ni de Dios, todo lo que se refiere al poder y a su ejercicio acontece exclusivamente entre hombres. Entonces estamos los hombres entre nosotros mismos. Los poderosos están frente a los sin poder, los potentes frente a los impotentes, sencillamente, hombres frente a hombres.

E.-Eso es. El hombre es un hombre para el hombre.

C. S.-Lo confirma el adagio latino Homo homini homo.

2.

E.-Está claro. El hombre es un hombre para el hombre. Sólo porque hay hombres que obedecen a otros hombres les proporcionan a éstos el poder. Cuando dejen de obedecerles, el poder se acabará.

C. S.-Muy exacto. Pero ¿por qué obedecen? La obediencia no será arbitraria, sino que será motivada por algo. ¿Por qué, pues, dan los hombres su consenso al poder? En algunos casos lo hacen por confianza, en otros por miedo, a veces por esperanza, a veces por desesperación. Pero lo que necesitan siempre es protección, y esta protección la buscan en el poder. Desde el punto de vista del hombre, la única explicación del poder es la relación entre protección y obediencia. Quien no tiene el poder de proteger a alguien no tiene tampoco derecho a exigirle obediencia. Y a la inversa, quien busca y acepta protección no tiene derecho a negar la obediencia.

E.-Pero ¿y si el poderoso ordena una cosa injusta? ¿No habría que negar entonces la obediencia?

C. S.-Naturalmente. Pero no hablo de órdenes injustas y aisladas, sino de una situación de conjunto en la que el poderoso y los sometidos a él están ligados en una unidad política. Aquí se alude a que el poderoso puede crear continuamente motivos eficaces, y no siempre inmorales, para la obediencia, mediante el otorgamiento de protección y de una existencia segura, mediante educación e intereses solidarios frente a otros. En resumen: el consenso determina el poder, es cierto, pero el poder determina también el consenso, y no siempre se trata, en todos los casos, de un consenso irracional o inmoral.

E.-¿Qué quiere usted decir con esto?

C. S.-Quiero decir que el poder, incluso allí donde es ejercido con plena conformidad de todos los sometidos al poder, tiene también cierto significado propio y, por así decirlo, una plusvalía. Es más que la suma de todos los consensos que recibe, y aún más que su producto. Fíjese usted lo estrechamente uncido que está el hombre a la estructura social en esta sociedad de división del trabajo. Vimos antes que la barrera de la naturaleza retrocede, pero en compensación avanza y se aproxima la barrera social. Por eso se hace también cada vez más fuerte la motivación para el consenso del poder. Un hombre moderno con poder tiene infinitamente más medios para promover el consenso a su poder que Carlomagno o Barbaroja.

3.

E.-¿Quiere usted decir con esto que el poderoso de hoy en día puede hacer lo que se le antoje?

C. S.-Al contrario. Quiero decir solamente que el poder es una magnitud propia y autónoma, incluso frente al consenso que él mismo ha creado, y ahora quisiera mostrarle que lo es también frente al propio poderoso. El poder es una magnitud objetiva, con leyes propias, frente a cualquier individuo humano que pueda detentarlo.

E.-¿Qué quiere decir aquí magnitud objetiva con leyes propias?

C. S.-Significa algo muy concreto. Dése usted cuenta que también el poderoso más terrible está sujeto a los límites de la naturaleza humana, a la deficiencia de la inteligencia humana y a la flaqueza del alma humana. También el hombre más poderoso tiene que comer y beber como todos nosotros. También él enferma y envejece.

E.-Pero la ciencia moderna nos ofrece medios sorprendentes para superar las barreras de la naturaleza humana.

C. S.-Por supuesto. El poderoso puede hacerse asistir por los médicos más famosos y por los galardonados con el Premio Nobel. Puede ponerse más inyecciones que ningún otro. A pesar de todo, después de algunas horas de trabajo o de vicio acaba por cansarse, y se duerme. Así incluso el terrible Caracala y el omnipotente Genghis Khan dormirían como niños pequeños y, tal vez, además roncarían.

E.-Esto es un panorama que todo poderoso debería tener siempre presente.

C. S.-Muy cierto, y filósofos y moralistas, pedagogos y retóricos se deleitaron en imaginárselo así. Pero no nos detengamos en este tema. Sólo quisiera añadir que el todavía hoy más moderno filósofo del poder puramente humano, el inglés Tomás Hobbies parte de esta debilidad general de todo individuo humano para su construcción del Estado. Hobbies hace la construcción siguiente: de la debilidad resulta una situación de peligro, del peligro el miedo, del miedo el ansia de seguridad, y de todo esto la necesidad de un aparato de protección con una organización más o menos complicada. Pero a pesar de todas las medidas de protección, dice Hobbies, cada uno puede matar a cualquiera en el momento apropiado. Un hombre débil puede, en una situación determinada, liquidar al hombre más fuerte y poderoso. En este sentido, todos los hombres son realmente iguales, es decir, todos están amenazados y expuestos al peligro.

E.-Flaco consuelo.

C. S.-Realmente no quería ni consolar ni asustar, sino solamente dar una imagen objetiva del poder humano. El peligro físico es aquí lo menos problemático y ni siquiera el problema más frecuente. Otra consecuencia de los limites estrechos de cada individuo humano podrá mostrar aún mejor lo que aquí nos interesa, es decir, la normatividad propia y objetiva del poder, incluso frente al poderoso mismo, y la insoslayable dialéctica inmanente de poder y sin poder en la que se ve apresado todo el que tiene poder.

E.-De nada me sirve aquí la dialéctica.

C. S.-Veamos. El individuo humano en cuya mano están por un momento las grandes decisiones políticas tiene que formar su voluntad bajo los supuestos de hecho y con los medios dados. Aun el príncipe más absoluto no puede prescindir de noticias e informaciones, y depende de sus consejeros. Multitud de hechos e informes, propuestas y suposiciones le invaden cada día y a cada hora. De este infinito mar fluctuante de verdad y mentira, realidades y posibilidades, el hombre más inteligente y poderoso no puede sacar más que unas gotas.

E.-En esto ve bien el esplendor y miseria de los príncipes absolutos.

C. S.-Se ve, sobre todo, la dialéctica inmanente del poder humano. Quién despacha con el poderoso o le informa ya participa del poder; y no importa que sea un ministro que refrenda con toda responsabilidad, o alguien que sepa llegar indirectamente al oído del poderoso. Basta que proporcione impresiones al individuo en cuya mano está la decisión por un momento. Así, todo poder directo está inmediatamente sometido a influencias indirectas. Ha habido poderosos que percibieron esta dependencia, lo cual les enfurecía e irritaba. Entonces intentaron escapar a su consejero oficial e informarse por otro conducto.

E.-En vista de la corrupción de las cortes, seguramente llevaban razón.

C. S.-Es cierto. Pero, desgraciadamente, cayeron así en nuevas y, muchas veces, grotescas dependencias. El Califa Harun al Raschid terminó por disfrazarse de ciudadano y recorrió de noche las tabernas de Bagdad para conocer de una vez la pura verdad. No sé qué conoció y bebió en esta dudosa fuente. Federico el Grande, al envejecer, se hizo tan desconfiado que sólo habló abiertamente con su ayuda de cámara Fredersdorff. El ayuda de cámara se convirtió así en un hombre de mucha influencia, si bien continuó siendo igualmente fiel y honrado.

E.-Otros poderosos acaban por confiarse a su chofer o a su amante.

C. S.-Con otras palabras: ante cada ámbito de poder directo se forma una antesala de influencias y fuerzas indirectas, un acceso al oído, un pasillo hacia el alma del poderoso. No hay poder humano sin esta antesala y sin este pasillo.

E.-Pero se pueden evitar muchos abusos con instituciones razonables y disposiciones constitucionales.

C. S.-Se puede ya también se debe. Pero ni la institución más sabia ni la organización más alambicada pueden extirpar totalmente la antesala misma; ningún ataque de ira contra la camarilla o la antecámara puede suprimir la antesala. La antesala misma no se puede evitar.

E.- Más bien parece una escalera de servicio.

C. S.-Antecámara, escalera de servicio, trastero, sótano o lo que sea; la cosa en sí misma está clara y es igual para la dialéctica del poder humano. Durante el curso de la Historia Universal, de todos modos, se reunió en esta antesala del poder una tertulia bastante mixta y variopinta. Allí se reúnen los indirectos. Allí está el viejo Fredersforff, el ayuda de cámara de Federico el Grande, junto a la ilustre emperatriz Augusta, Rasputín junto al cardenal Richelieu, una eminencia gris al lado de una Mesalina. A veces encontramos hombres inteligentes y sabios en esta antesala, a veces empresarios magníficos y mayordomos leales, a veces estafadores y arribistas estúpidos. A veces la antesala es realmente el salón oficial del Estado, donde se reúnen señores serios y con méritos, mientras esperan ser recibidos para presentar sus informes. Pero muchas veces la antesala no es más que un gabinete privado.


E.-O incluso un cuarto de enfermo, donde unos amigos están sentados al lado de la cama de un paralítico y gobiernan el mundo.

C. S.-Cuanto más se concentra el poder en un lugar determinado, en una determinada persona o en un grupo de personas, como en una cúspide, tanto más se agudiza el problema del pasillo y la cuestión del acceso a la cúspide. Y tanto más intensa, encarnizada y sorda se hace entonces también la lucha entre los que tienen ocupada la antesala y controlan el pasillo. Esta lucha en el ambiente nebuloso de las influencias indirectas es tan inevitable como esencial a todo poder humano. En esta lucha se realiza la dialéctica inmanente del poder humano.

E.-¿Pero todo esto no son meramente aberraciones de un régimen personal?

C. S.- No. El fenómeno de la formación del pasillo, del que hablamos aquí, se da diariamente en gérmenes mínimos, infinitesimales, en lo grande y en lo pequeño, en todas partes donde hay hombres que ejercen poder sobre otros hombres. En la misma medida en que se concentra un ámbito del poder, se organiza también inmediatamente, una antesala de este poder. Cada aumento del poder directo espesa y densifica la atmósfera de las influencias indirectas.

E.-Esto incluso puede ser bueno cuando el poderoso no es de ley. Pero aún no veo claro si es mejor el poder directo o lo indirecto.

C. S.-Yo considero ahora lo indirecto solamente como una fase del inevitable desarrollo dialéctico del poder humano. El que tiene poder está tanto más aislado cuanto más se concentra el poder directo en su persona. El pasillo le separa del suelo y le eleva a una especie de estratosfera en donde sólo se puede comunicar con los que le dominan indirectamente, al mismo tiempo que ya no llega a todos los demás hombres que están bajo su poder, y ellos tampoco pueden llegar a él. Esto se hace grotescamente palpable en casos extremos. Pero no es más que la última consecuencia del aislamiento del poderoso en el inevitable aparato del poder. La misma lógica inmanente se opera en innumerables situaciones rudimentarias de la vida diaria, en el transbordo continuo de poder directo e influencia indirecta. Ningún poder humano puede escapar a esta dialéctica de autosostenimiento y autoenajenamiento.


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...........................

INTERMEZZO:

BISMARCK Y EL MARQUÉS DE POSA.

La lucha por el pasillo, por el acceso a la cúspide del poder, es una pugna por el poder sumamente intensa, por la cual se realiza la dialéctica inmanente de poder y sin poder humanos. Debemos tener presente este hecho en su cruda realidad, sin retórica ni sentimentalismo, pero también sin cinismo o nihilismo. Por esto quisiera ilustrar el problema con dos ejemplos.
El primer ejemplo es un documento histórico-constitucional. Se trata de la dimisión de Bismarck en marzo de 1890. Se incluye y se comenta detalladamente en el tercer tomo de Pensamientos y recuerdos{/i] de Bismarck. El texto es totalmente, en su estructura, en la expresión del pensamiento y en su tono, en lo que expresa y en lo que silencia, la obra bien pensada de un gran maestro del arte político. Fue el último acto oficial de Bismarck, y lo redactó y perfiló conscientemente como un documento para la posteridad. El viejo y experto canciller, el creador del Reich, se explica con el inexperto y joven rey, el Káiser Guillermo II. Había entre ellos muchos contrastes objetivos y diferencias de opinión en cuestiones de política interior y exterior. Pero el núcleo de la dimisión, el meollo del problema, es algo puramente formal: la pugna por la cuestión de cómo el canciller se puede informar y de cómo él rey y Káiser se debe informar. Bismarck exige plena libertad para entrevistarse con quién quiera o para recibirlo como huésped en su casa. En cambio, al rey y Káiser le niega el derecho de escuchar el informe de un ministro, si Bismarck, el presidente del Consejo, no está presente. El problema del informe inmediato al rey se convierte en el punto crucial de la dimisión de Bismarck. Así comienza la tragedia del segundo Reich. El problema del informe al rey es un problema esencial de toda monarquía, porque constituye el problema de acceso a la cúspide. También el barón von Stein se agotó en la lucha contra los consejeros secretos del gabinete. E incluso Bismarck debía fracasar ante el viejo y eterno problema del acceso a la cúspide.
El segundo ejemplo lo tomamos de la obra dramática de Schiller, [i]Don Carlos. En ella, el gran dramaturgo demuestra su agudeza para captar la esencia del poder. El argumento del drama gira en torno a la cuestión de quién tiene acceso directo al rey, Al monarca absoluto Felipe II. Quien tenga este acceso inmediato al rey participa de su poder. Hasta un determinado momento, el confesor y el general, el duque de Alba, tenían ocupada la antesala del poder y bloqueado el acceso al rey. Repentinamente, aparece un tercero, el marqués de Posa, y los otros dos, inmediatamente, se dan cuenta del peligro. Al final del tercer acto, el drama llega al máximo de la tensión, cuando el rey ordena: El caballero -es decir, el marqués de Posa- será recibido en adelante sin ser anunciado. Esto es de un gran efecto dramático, no solamente para el público, sino también para todas las personas que intervienen en el drama. "Es realmente demasiado", dice don Carlos cuando se entera; "mucho, verdaderamente demasiado". Y el confesor Domingo dice temblando al duque de Alba: "nuestros tiempos han pasado". Después de este momento culminante llega el giro repentino a lo trágico, la peripecia del magnífico drama. Pero como contrapartida de haber conseguido el acceso inmediato al poderoso, el tiro mortal alcanza al desdichado marqués de posa. Lo que él habría hecho con el confesor y con el general, si hubiera podido mantener su posición cerca del rey, no lo sabemos.

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4.

C. S.-Por muy impresionantes que sean estos ejemplos, no se olvide, mi querido señor E, de la relación dentro de la cual nos preocupa todo esto; nos interesa como un momento de la dialéctica inmanente del poder humano. Hay aún algunas cuestiones que podríamos tratar aquí de la misma manera, por ejemplo, el problema abismal de la sucesión en el poder, bien sea un poder dinástico, democrático o carismático. Pero creo que ahora ya está bien claro lo que significa esta dialéctica.

E.- Yo veo siempre únicamente esplendor y miseria del hombre; y usted habla siempre de dialéctica inmanente. Por esto quisiera hacerle ahora una pregunta muy sencilla. Si el poder que ejercen los hombres no procede de Dios ni de la naturaleza, sino que es un asunto interno de los hombres, entonces ¿es una cosa buena, mala o qué es?

C. S.-Esta pregunta es más peligrosa de lo que usted quizá se supone. Porque la mayoría de los hombres contestará con la mayor naturalidad: el poder es bueno si yo lo tengo y es malo cuando lo tiene mi enemigo.

E.-Mejor sería decir: el poder en sí no es ni bueno ni malo; es sencillamente, neutral; es lo que el hombre haga de él; en manos de un hombre bueno, el poder será bueno; en manos de un hombre malo, será malo.

C. S.-¿Y quién decide, en el caso concreto, si un hombre es bueno o malo? ¿El poderoso mismo u otra persona? El hecho de que alguien tenga poder significa, sobre todo, que él mismo lo decide. Esto forma parte de su poder. Si otra persona lo decide, este otro tiene el poder o, por lo menos, lo reclama.

E.-Entonces parece exacto que el poder en sí es neutral.

C. S.-Quien cree en un Dios bueno y todopoderoso no puede afirmar que el poder sea malo ni neutral. Como es sabido, el apóstol del cristianismo, San Pablo, dice en la Epístola a los romanos: No hay poder sino de Dios. El Papa San Gregorio Magno, el arquetipo del pastor papal de los pueblos, explica esto con la mayor claridad y decisión. Escuche usted lo que dice:
Dios es el sumo poder y el sumo ser. Todo poder procede de él y es y permanece en su esencia divino y bueno. Si el diablo tuviera poder, incluso este poder, en cuanto poder, sería divino y bueno. Solamente la voluntad del diablo es mala. Pero a pesar de esta voluntad diabólica siempre mala, el poder en sí permanece divino y bueno.
Así habla el gran San Gregorio. Dice: sólo la voluntad de poder es mala, pero el poder mismo es siempre bueno.

E.-ES realmente increíble. Me parece más convincente la opinión de Jacob Burckhardt, que, como es sabido, dijo: el poder en sí es malo.

C. S.-Examinemos un poco de cerca esta frase famosa de Burckhardt. El párrafo decisivo de sus Consideraciones de la Historia universal dice lo siguiente:
Y ahora se demuestra -piénsese a este respecto en Luis XVI, en Napoleón y en los gobiernos populares revolucionarios- que el poder en sí es malo (Schlosser), y que sin consideración religiosa alguna, se le concede al Estado el derecho del egoísmo que se le niega al individuo.
El nombre de Schlosser fue añadido en paréntesis por el editor de las Consideraciones sobre la Historia universal, Jacob Oeri, un sobrino de Burckhardt, bien como cita, bien como autoridad.

E.-Schlosser, ¿no era un cuñado de Goethe?

C. S.-El cuñado de Goethe se llamó Johann Georg Schlosser. Aquí se trata de Friedrich Christoph Schlosser, autor de una Historia universal humanitaria al cual Jacob Burckhardt citaba con frecuencia en sus clases. Pero los dos, o si usted quiere los tres, Jacob Burckhardt y los dos Schlosser juntos, no llegan a la suela del zapato a Gregorio Magno.

E.-¡Más, a fin de cuentas, ya no vivimos en la temprana Edad Media! Estoy seguro que a la mayoría de la gente le convence hoy día más Burckhardt que San Gregorio Magno.

C. S.-Parece que algo cambió fundamentalmente desde los tiempos de Gregorio Magno con relación al poder. Porque también en la época de San Gregorio Magno había guerras y terrores de toda índole. Por otra parte, los poderosos en los que, según Burckhardt, se muestran especialmente lo malo del poder -Luis XVI, Napoleón y los gobiernos de la revolución francesa- son poderosos bastante modernos.

E.-Estos ni siquiera estaban motorizados. Y no sospecharon nada de bombas atómicas o bombas H.

C. S.-No podemos considerar a Schlosser y a Burckhardt como santos, pero sí como a hombres piadosos, que no han hecho a la ligera semejante afirmación.

E.-¿Y cómo es posible que un hombre piadoso del siglo VII considera al poder bueno, mientras que hombres piadosos de los siglos XIX y XX lo consideran malo? Tiene que haber cambiado algo esencial.

C. S.-Creo que en el último siglo se nos reveló, de manera especial, la esencia del poder humano. Es raro que la teoría del poder malo se haya divulgado precisamente desde el siglo XIX. Y habíamos pensado antes que el problema del poder estaría solucionado o, por lo menos, desagudizado si el poder no procede de Dios ni de la naturaleza, sino que es algo que los hombres arreglan entre sí. ¿Qué puede aún temer el hombre si Dios está muerto y el lobo ni siquiera asusta a los niños? Pero precisamente desde la época en que parece conseguirse la humanización del poder -desde la revolución francesa- se extiende irresistiblemente la convicción de que el poder en sí es malo. Las afirmaciones Dios está muerto y El poder es en sí malo proceden de la misma época y de la misma situación. En el fondo, ambas dicen lo mismo.


5.

E.-Creo que esto requiere alguna explicación.

C. S.-Para comprender bien la esencia del poder humano, tal como se manifiesta en nuestra situación actual, lo mejor será que utilicemos una relación descubierta por el ya mencionado Tomás Hobbes, que sigue siendo todavía el filósofo más moderno del poder puramente humano. Expresó y definió esta relación con toda exactitud, y, por esto, le llamaremos "relación hobbesiana de peligrosidad". Hobbes dice: "El hombre es tanto más peligroso que un animal para otros hombres, de los cuales se cree amenazado, cuanto las armas del hombre son más peligrosas que las del animal." Esta es una relación clara y decidida.

E.-Ya Oswald Spengler ha dicho que el hombre es una fiera.

C.S.-Perdone usted. La relación de peligrosidad, expuesta por Tomás Hobbes, no tiene que ver lo más mínimo con la tesis de Oswald Spengler. Hobbes, por el contrario, supone que el hombre no es un animal, sino algo muy distinto, por una parte menos, por otra parte mucho más. El hombre es capaz de compensar su debilidad y sus deficiencias biológicas de una manera impresionante por medio de invenciones técnicas, e incluso de supercompensarlas. Preste usted atención. Ya por el año 1650, cuando Hobbes expuso esta relación, las armas del hombre -flecha y arco, hacha y espada, fusil y cañón- eran muy superiores y bastante más peligrosas que las garras de un león o los dientes de un lobo. Pero hoy la peligrosidad de los medios técnicos ha crecido hasta el infinito. En consecuencia, también aumentó la peligrosidad del hombre frente a otros hombres. Por esto, la diferencia entre poder y falta de poder crece de una manera tan desmesurada que incluso la noción del hombre mismo está puesta nuevamente en trance existencial.

E.-Esto no lo puedo comprender.

C. S.-Pues escuche usted. ¿Quién es aquí, realmente, el hombre? ¿El que produce y aplica estos medios modernos de destrucción, o aquél contra quién se aplican? No avanzamos ni un paso cuando decimos: El poder, al igual que la técnica, no es en sí ni bueno ni malo, sino neutral; es, por consiguiente, lo que el hombre hace de él. No haríamos más que eludir la verdadera dificultad, es decir, la cuestión de quién decide sobre bueno y malo. El poder de los modernos medios de destrucción sobrepasa tanto la fuerza de los individuos humanos que los inventan y aplican, cuanto las posibilidades de máquinas y procedimientos modernos sobrepasan la fuerza de músculos y cerebros humanos. En esta estratosfera, en este espacio supersónico, la buena o mala voluntad humana ya no cuenta nada. El brazo humano que sostiene la bomba atómica, el cerebro que enerva los músculos de este brazo humano, no son, en el momento decisivo, los miembros de un individuo particular, sino más bien una prótesis, una parte de la estructura técnica y social que produce y aplica la bomba atómica. El poder del poderoso concreto no es más que el exudado de una situación resultante de un sistema de división del trabajo incalculablemente excesivo.

E,-¿No es acaso grandioso que nosotros hoy penetremos en la estratosfera, o en las barreras supersónicas, o en los espacios siderales, y que tengamos máquinas que calculan mejor y más rápidamente que cualquier cerebro humano?

C. S.-En este "nosotros" está el problema. Porque ya no es el hombre como hombre quien realiza todo esto, sino una reacción en cadena provocada por él. Al traspasar los limites de la naturaleza humana, trascienden también todas las medidas interhumanas de cualquier posible poder de hombres sobre nosotros. Arrolla también la relación de protección y obediencia. Aún más que la técnica, el poder ha escapado de las manos del hombre, y los hombres que ejercen el poder sobre otros con la ayuda de semejantes medios técnicos ya no son iguales a aquellos que están expuestos a su poder.

E.-Pero aquellos que inventan y producen los modernos medios de destrucción también son solamente hombres.

C. S.-También frente a ellos el poder -aunque producido por ellos mismos- es una magnitud objetiva de leyes propias que excede infinitamente la capacidad física, intelectual y psíquica de cualquier inventor humano. Al inventar estos medios de destrucción, los inventores colaboran inconscientemente en la creación de un nuevo Leviatán. Ya el bien organizado Estado moderno europeo de los siglos XVI y XVII fue un producto técnico artificial, un superhombre creado por hombres y compuesto de hombres. Con superpoder, bajo la imagen de Leviatán, como el gran hombre, el makros antropos, se enfrentaba al pequeño hombre, al mikros antropos, a los individuos que lo producían. En este sentido, el Estado europeo de la Edad Moderna, de perfecto funcionamiento, fue la primera máquina moderna y al mismo tiempo el presupuesto concreto de todas las demás máquinas técnicas. Era la máquina de las máquinas, la machina machinarum, un superhombre compuesto de hombres, que se logra gracias al consenso humano. Precisamente porque se trata de un poder organizado por hombres, Burckhardt lo considera malo en sí. Por esto no se refiere a Nerón o Genghis Khan en su famosa frase, sino a poderosos europeos típicamente modernos: Luis XIV, Napoleón y los gobiernos populares revolucionarios.

E.-Quizá todo esto cambiará y se arreglará con otras invenciones científicas.

C. S.-Sería muy bueno. Pero ¿cómo quiere usted modificar el hecho de que actualmente poder y sin poder no se encuentren frente a frente ni se miren de hombre a hombre? Las masas de hombres que, impotentes, se sienten expuestos a los efectos de los modernos medios de destrucción saben, sobre todo, que son impotentes. La realidad del poder arrolla a la realidad del hombre.
No digo que el poder de hombres sobre hombres sea bueno. Tampoco digo que sea malo. Y mucho menos digo que sea natural. Y, como hombre que piensa, me avergonzaría decir que el poder es bueno si yo lo tengo y malo si lo tiene mi enemigo. Digo exclusivamente que es una realidad autónoma frente a cualquiera, incluso frente al poderoso, y que lo implica en su dialéctica. El poder es más fuerte que cualquier voluntad de poder, más fuerte que cualquier bondad humana y, afortunadamente, también más fuerte que cualquier maldad humana.

E.-Por una parte, es tranquilizador que el poder, como magnitud objetiva, sea más fuerte que toda maldad de los hombres que lo ejercen; pero, por otro lado, no es muy satisfactorio que sea también más fuerte que la bondad de los hombres. Y esto lo encuentro poco positivo. Espero que usted no sea maquiavelista.

C. S.-Seguro que no lo soy. Además, el mismo Maquiavelo tampoco era maquiavelista.

E.-Esto me parece demasiado paradógico.

C. S.-Yo lo encuentro muy sencillo. Si Maquiavelo hubiera sido maquiavelista, seguramente no habría escrito libros que le dieran mala fama. Habría publicado libros piadosos y edificantes y, mejor aún, un anti-Maquiavelo.

E.-Entonces, naturalmente, sí que habría sido listo. Pero, en medio de todo, debe haber algunas aplicaciones prácticas de la opinión de usted. En definitiva, ¿qué debemos hacer?

C. S.-¿Qué debemos hacer? ¿Recuerda usted el principio de nuestro diálogo? Usted me preguntó si yo mismo tengo poder o no. Pues ahora, volviendo la oración por pasiva, yo le pregunto: ¿usted mismo tiene poder o no lo tiene?

E.-Parece que usted quiere evitar mi pregunta sobre la aplicación práctica.

C. S.-Todo lo contrario. Quería procurarme la posibilidad de dar una contestación sensata a su pregunta. Si alguien se quiere informar sobre aplicaciones prácticas y útiles respecto al poder, es que será distinto si él mismo tiene o no tiene poder.

E.-Es cierto. Pero usted está repitiendo continuamente que el poder es algo objetivo y más fuerte que cualquier hombre que lo maneje. Por consiguiente, tiene que haber algunos ejemplos de aplicación práctica.

C. S.-Hay innumerables ejemplos, tanto para el que tiene poder como para el que no lo tiene. En realidad, ya sería un gran éxito conseguir que el poder concreto apareciera pública y visiblemente en el escenario político. Al poderoso, le recomendaría, por ejemplo, que no apareciera nunca en público sin atuendo ministerial u otro correspondiente. A un sin poder le diría: no creas que ya eres bueno porque no tienes poder. Y si sufre porque no tiene poder, le recordaría que el ansia de poder es tan autodestructora como el ansia de placer o de otras cosas que saben a poco. A los miembros de una asamblea constituyente o consultiva, les recomendaría encarecidamente el problema del acceso a la cúspide, para que no crean que el gobierno de su país se puede organizar según un esquema cualquiera, como un oficio sobradamente conocido. En resumen; ya ve usted que hay muchísimas aplicaciones prácticas.

E.-Pero ¿y el hombre? ¿Dónde queda el hombre?

C. S.-Todo lo que un hombre -tenga o no tenga poder- piensa o hace pasa por el pasillo de la consciencia humana y de otras potencias humanas individuales.

E.-Entonces, ¡El hombre es un hombre para el hombre!

C. S.-Sí, lo es. Pero siempre en un sentido muy concreto. Esto significa, por ejemplo: el hombre Stalin es un Stalin para el hombre Trostki; y el hombre Trostki es un Trostki para el hombre Stalin.

E.-¿Es esta su última palabra?

C. S.-No. Quisiera explicarle, solamente, que esta fórmula tan bonita, el hombre es un hombre para el hombre -homo homini homo- no es una solución, sino el principio de nuestra problemática. Lo afirmo con un sentido estricto, pero positivo, tal como lo expresa el magnífico verso

Ser hombre sigue siendo,
sin embargo, una decisión.

Esta será mi última palabra.



..................


RESUMEN RETROSPECTIVO DEL CURSO DEL DIÁLOGO.

Preámbulo.

1.-Star: el hombre no es ni lobo/ni Dios/ sino hombre.

2.-Escala: el consenso provoca el poder/el poder provoca el consenso.

3.-Estación: la antesala del poder y el problema del acceso a la cúspide.

Intermezzo: Bismarck y el marqués de Posa.

4.-Pregunta sencilla: el poder en sí, ¿es bueno?/¿es malo?/¿es neutral?

5.-Resultado claro: el poder es más fuerte que bondad/o maldad/o neutralidad del hombre.



FIN.

sábado, 7 de abril de 2007

Relato

¡¡SALVE!! Sábado Santo. No falla, por estas fechas, quien más quien menos, todo hijo de vecino se recoge un poco o está de vacaciones, buenos momentos -pienso -para rencontrarse con el mejor Chesterton, el de relatos como el que sigue a continuación ¡oh, prodigio!:

Versión original del relato The Hammer Of God en http://www.readprint.com/chapter-1818/Gilbert-Keith-Chesterton


El martillo de Dios

El pueblecito de Bohum Beacon estaba tendido sobre una colina tan pendiente, que la alta aguja de su iglesia parecía la cima de una montaña diminuta. Al pie de la iglesia había una fragua, casi siempre enrojecida por el fuego, y siempre llena de martillos y fragmentos de hierro. Frente a ésta, en la cruz de dos calles empedradas, se veía "El Jabalí Azul", la única posada del pueblo.

En esa bocacalle, pues, al romper el alba -un alba plateada y plomiza-, dos hermanos acababan de encontrarse y estaban charlando. Uno de ellos comenzaba la jornada; el otro, la acababa. El reverendo y honorable Wilfrid Bohun era hombre muy piadoso, y se dirigía, con la aurora, a algún austero ejercicio de oración o contemplación. El honorable coronel Norman Bohun, su hermano mayor, no era piadoso en modo alguno, y, vestido de frac, se hallaba sentado en el banco junto a la puerta de "El Jabalí Azul", apurando lo que un observador filosófico podría indiferentemente considerar como su última copa del jueves o su primera copa del viernes. El coronel era hombre sin escrúpulos.
Los Bohun eran una de las contadas familias aristocráticas que realmente datan de la Edad Media, y su pendón había flotado en Palestina. Pero es un gran error suponer que estas familias mantienen la tradición; salvo los pobres, muy pocos conservan las tradiciones. Los aristócratas no viven de tradiciones, sino de modas. Los Bohun habían sido pícaros bajo la reina Ana y petimetres bajo la reina Victoria. Pero, al igual de muchas antiguas casas, durante estos últimos tiempos habían degenerado en simples borrachos y gomosos perversos, y, al fin, se produjeron en la familia ciertos vagos síntomas de locura. Realmente había algo inhumano en la feroz sed de placeres del coronel, y aquella su resolución crónica de no volver a casa hasta la madrugada tenía mucho de la horrible lucidez del insomnio. Era un animal esbelto y hermoso y, aunque entrado en años, su cabello era de un rubio admirable. Era blando y leonado, pero sus ojos azules, a fuerza de hundidos, resultaban negros. Además, los tenía muy juntos. Tenía unos bigotazos amarillos, y, junto a las guías, desde las fosas nasales hasta las quijadas, unos pliegues o surcos; de suerte que su cara parecía cortada por una risa burlona. Sobre el frac llevaba...

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...un gabán amarillo pálido, tan ligero, que casi parecía una bata, y echado hacia la nuca, un sombrero de alas anchas de color verde claro, sin duda una curiosidad oriental comprada por ahí casualmente. Estaba muy orgulloso de su elegancia incongruente, ya que se jactaba de hacerla parecer congruente. Su hermano el reverendo tenía también los cabellos rubios y el tipo elegante, pero iba vestido de negro, abrochados todos los botones, completamente afeitado; era muy pulcro y algo nervioso. Parecía vivir sólo para la religión; pero algunos aseguraban (particularmente el herrero, que era presbiteriano) que aquello, más que amor a Dios era amor a la arquitectura gótica, y que si andaba siempre como una sombra rondando por la iglesia, esto no era más que un nuevo aspecto, superior sin duda, de la misma sed de belleza que arrojaba al otro hermano a la vorágine de las mujeres y el vino. El cargo no parecía justo: la piedad práctica del sacerdote era innegable. En verdad, esta acusación provenía e la ininteligencia por el amor a la soledad y al secreto de la oración, y se fundaba sólo en que solían encontrar al sacerdote arrodillado, no ante el altar, sino en sitios como criptas o galerías, y hasta en el campanario.
El sacerdote se dirigía a la iglesia, pasando por el patio de la fragua, cuando se detuvo, arrugando el ceño, al ver a su hermano, que, con sus cavernosos ojos, estaba mirando en la misma dirección. Ni por un momento se le ocurrió que el coronel se interesara por la iglesia. Sólo quedaba, pues, la fragua; y aunque el herrero, como presbiteriano,no pertenecía a su rebaño, Wilfrid Bohun había oído hablar de ciertos escándalos y de cierta mujer del herrero, célebre por su belleza. Miró al soportal de la fragua con desconfianza, y el coronel se levantó, riendo, a hablar con él.
-Buenos días, Wilfrid -dijo -. Aquí me tienes, como buen señor, desvelado por cuidar a mi gente. Vengo a buscar al herrero.
Wilfrid, mirando al suelo, contestó:
-Lo sé -dijo el otro, sonriendo-. Por eso, precisamente, vengo a buscarle.
-Norman -dijo el clérigo, siempre mirando al suelo-, ¿no has temido nunca que te mate un rayo?
-¿Qué quieres decir? ¿Te ha dado ahora por la meteorología?
-Quiero decir -contestó Wilfrid sin alzar los ojos- que si no has temido nunca que te castigue Dios en mitad de una calle.
-Ah! Te pido perdón... -dijo el coronel -... ahora veo que tan sólo te dado por el folclore.
-Y a tí por la blasfemia -dijo el religioso, herido en lo más vivo de su ser-. Pero si no temes a Dios, no te faltarán razones para temer a los hombres.
El mayor arqueó las cejas cortesmente.
-¿Temer a los hombres?
-Barnes, el herrero -dijo el clérigo, precisando-, es el hombre más robusto y fuerte en cuarenta millas a la redonda. Y sé que tú no eres cobarde ni endeble, pero él podría arrojarte por encima de esa pared.
Como esto era verdad, hizo efecto. Y, en la cara de su hermano, la líne a de las fosas nasales a la mandíbula se hizo más profunda y negra. La mueca burlona duró un instante, pero pronto el coronel Bohun recobró su cruel buen humor, y rió, dejando ver bajo sus bigotes amarillos dos hileras de dientes de perro.
-En tal caso, mi querido Wilfrid -dijo con indiferencia-, será prudente que el último de los Bohun ande revestido de armaduras, aunque sea en parte.
Y quitándose el extravagante sombrero verde, hizo ver que estaba forrado de acero. Wilfrid reconoció en el forro acorazado un ligero casco japonés o chino arrancado de un trofeo que adornaba los muros del salón familiar.
-Es el primer sombrero que encontré a mano -explicó Norman alegremente -. Yo estoy siempre por el primer sombrero y la primera mujer que encuentro a mano.
-El herrero salio para Greenford -dijo Wilfrid gravemente-. No se sabe cuándo volverá.
Y siguió su camino hacia la iglesia con la cabeza inclinada, santiguándose como quien desea libertarse de un mal espíritu. Estaba ansioso de olvidar las groserías de su hermano en la fresca penumbra de aquellos altísimos claustros góticos. Pero estaba de Dios que aquella mañana en ciclo de sus ejercicios religiosos había de ser interrumpido constantemente por pequeños accidentes. Al entrar en la iglesia, que siempre estaba desierta a estas horas, vio que una figura arrodillada se levantaba precipitadamente y corría hacia la puerta, por donde ya entraba la luz del día. El cura, al verla, se quedó rígido de sorpresa: aquel feligrés madrugador era nada menos que el tonto del pueblo, un sobrino del herrero, un infortunado incapaz de preocuparse de la iglesia ni de ninguna cosa. Le llamaban Juan Loco, y parece que no tenía otro nombre. Era un muchacho moreno, fuerte, cargado de hombros, con una carota pálida, cabellos negros e híspidos, y siempre boquiabierto. Al pasar junto al sacerdote, su monstruosa cara no dejó adivinar lo que podía haber estado haciendo allí. Hasta entonces nadie le había visto rezar. ¿Qué extraños rezos podían esperarse de aquel hombre?
Wilfrid Bohun se quedó como clavado en el suelo largo rato, contemplando al idiota, que salió a la calle, bañada ya por el sol, y a su hermano, que lo llamó al verlo venir, con una familiaridad alegre de tío que se dirige a un sobrino. Finalmente vio que su hermano lanzaba piezas de a penique a la boca abierta de Juan Loco como quien tira al blanco.
Aquel horrible cuadro de la estupidez y la crueldad de la tierra hizo que el asceta se apresurara a consagrarse a sus plegarias, para purificarse y cambiar de ideas. Se dirigió a un banco de la galería, bajo una vidriera de colores que tenía el don de tranquilizar su ánimo: era una vidriera azul donde había un ángel con un ramo de lirios. Aquí el sacerdote comenzó a olvidarse del idiota de la cara lívida y la boca de pez. Fue pensando cada vez menos en su perverso hermano, león hambriento andando en busca de presa. Cada vez se entregó más a los halagadores y frescos tonos del cielo de zafiro y flores de plata de la vidriera.


Una media hora más tarde lo encontró allí Gibbs, el zapatero del pueblo, que venía a buscarle muy apresurado. El sacerdote se levantó al instante, comprendiendo que sólo algo grave podía obligar a Gibbs a buscarle en aquel sitio. El remendón, en efecto, como en muchos pueblos acontece, era un ateo, y su aparición en la iglesia resultaba todavía más extraña que la de Juan Loco. Aquélla era, decididamente, una mañana de enigmas teológicos.
-¿Qué pasa? -preguntó Wilfrid Bohun, aparentando serenidad, pero cogiendo el sombrero con mano temblorosa.
El ateo contestó con una voz que, para ser suya, era extraordinariamente respetuosa y hasta denotaba cierta simpatía:
-Perdóneme usted, señor-dijo; pero nos pareció indebido que no lo supiera usted de una vez. El caso es que ha pasado algo horrible. El caso es que su hermano...
Wilfrid juntó sus flacas manos, y, sin poderse reprimir, exclamó:
-¿Qué nueva atrocidad está haciendo?
-No, señor -dijo el zapatero, tosiendo-. Ya no le es dable hacer nada, ni desear nada, porque ya rindió cuentas. Lo mejor es que venga usted y lo vea.
El cura siguió al zapatero. Bajaron una escalerilla de caracol y llegaron a una puerta que estaba a nivel más alto que la calle. Desde allí, Bohun pudo apreciar al primer vistazo toda la tragedia, como en un panorama. En el patio de la fragua había unos cinco o seis hombres vestidos de negro, y entre ellos un inspector de policía. Allí estaban el doctor, el ministro presbiteriano, el sacerdote católico, en cuya feligresía contaba la mujer del herrero. El sacerdote católico hablaba a parte con ésta, en voz baja. Ella -una magnífica mujer de cabellos de oro- sollozaba sentada en un banco. Entre los dos grupos, y junto a un montón de martillos y mazos, yacía un hombre vestido de frac, abierto de brazos y piernas, y vuelto boca abajo. Wilfrid, desde su altura, reconoció todos los detalles de su traje y apariencia, y vio en su mano los anillos de la familia Bohun. Pero el cráneo no era más que una horrible masa aplastada, como una estrella negra y sangrienta.
Wilfrid Bohun no hizo más que mirar aquello y bajar corriendo al patio de la fragua. El doctor, el médico de la familia, vino a saludarle, pero Wilfrid no se dio cuenta. Sólo pudo balbucear:
-¡Mi hermano muerto! ¿Qué ha pasado? ¿Qué horrible misterio es éste?
Nadie contestó una palabra. Al fin, el remendón, el más atrevido de los presentes, dijo así:
-Sí, señor; muy horrible; pero misterio, no.
-¿Por qué? -preguntó el lívido Wilfrid.
-La cosa es muy clara -contestó Gibbs-. En cuarenta millas a la redonda sólo hay un hombre capaz de asestar un golpe como éste, y precisamente es el único hombre que tenía razón para hacerlo.
-No hay que prejuzgar más -dijo nerviosamente el doctor, que era un hombre alto, de barba negra-. Pero me corresponde corroborar lo que dice Mr. Gibbs sobre la naturaleza del golpe: es realmente un golpe increíble. Mr. Gibbs dice que, en el distrito, sólo hay un hombre capaz de haberlo dado. Yo me atrevo a afirmar que no hay ninguno.
Por el cuerpo frágil del reverendo pasó un estremecimiento supersticioso.
-Apenas entiendo -dijo.
-Mr. Bohun -continuó el doctor en voz baja-, me faltan imágenes para explicarlo; decir que el cráneo ha sido destrozado como un cascarón de huevo, todavía es poco. Dentro del cuerpo mismo han entrado algunos fragmentos óseos, y también han entrado en el suelo, como entarían las balas en una pared blanda. Esto parece obra de un gigante.
Calló un instante. Tras las gafas relumbraban sus ojos. Después prosiguió:
-Esto tiene una ventaja: que, por lo menos, deja libre de toda sospecha a mucha gente. Si usted, o yo, o cualquier persona normal del pueblo fuera acusada de este crimen, se nos pondría libres al instante, como se pondría libre a un niño acusado de robar la columna de Nelson.
-Eso es lo que yo digo -repitió el obstinado zapatero-. Sólo hay un hombre capaz de haberlo hecho, y es también el que pudo verse en el caso de hacerlo. ¿Dónde está Simeón Barnes, el herrero?
-Está en Greenford, tartamudeó el cura.
Más fácil es que esté en Francia -gruñó el zapatero.
-No; ni en uno ni en otro sitio -dijo una vocecita descolorida, la voz del pequeño sacerdote católico, que acababa de reunirse al grupo-. Evidentemente, ahora mismo viene por el camino.
El sacerdote no era hombre de aspecto interesante. Tenía unos cabellos opacos y una cara redonda y vulgar. Pero, así hubiera sido tan bello como Apolo, nadie habría vuelto la cabeza para mirarle. Todos la volvieron hacia el camino que atravesaba el llano. En efecto: por allá se veía venir, con sus grandes trancos y su martillo al hombro, a Simeón el herrero. Era hombre huesudo y gigantesco; tenía unos ojos profundos, negros, siniestros, y una barba negra. Venía acompañado de dos hombres, con quienes charlaba tranquilamente, y aunque no era de suyo alegre, parecía contento.
-¡Dios mío! -gritó el ateo remendón. ¡Y trae al hombro el martillo asesino!
-No -dijo el inspector, hombre de aspecto sensible, que usaba bigote pardo y hablaba ahora por vez primera-. El martillo que sirvió para el crimen está allí, junto al muro de la iglesia. Lo mismo que el cadáver, lo hemos dejado en el sitio en que lo encontramos.
Todos buscaron el martillo con la mirada. El sacerdote pequeño dio unos pasos y fue a examinar el instrumento de cerca. Era uno de los martillos más ligeros, más pequeños que hay en las fraguas, y sólo por eso llamaba la atención. Pero en el hierro podía verse una mancha de sangre y un mechón de cabellos amarillos.
Tras una pausa, el pequeño sacerdote, sin alzar los ojos, comenzó a hablar, por cierto con voz algo alterada:
-No tenía razón Mr. Gibbs -dijo- en asegurar que aquí no hay misterio. Porque, cuando menos, queda el misterio de cómo ese hombre tan fuerte pudo emplear para semejante golpe un martillo tan pequeño.
-Eso no importa -dijo Gibbs, febril-. ¿Qué hacemos con Simeón Barnes? -Dejarle -dijo el sacerdote tranquilamente-. El viene aquí por su propio pie. Conozco a sus dos acompañantes. Son buenos vecinos de Greenford. Ahora estarán ya a la altura de la capilla presbiteriana.
Y en ese momento el fornido herrero dobló la esquina de la iglesia y entró en su patio. Se detuvo, se quedó inmóvil: cayó de su mano el martillo. El inspector, que había conservado una corrección impenetrable, fue hacia él al instante.
-Yo no le pregunto a usted, Mr. Barnes -dijo- si sabe lo que ha sucedido aquí. No está usted obligado a declararlo. Espero y deseo que lo ignore usted, y que pueda usted probar su ignorancia. Pero tengo la obligación de arrestarle a usted en nombre del rey por la muerte del coronel Norman Bohun.
-No está usted obligado a confesar nada -dijo el zapatero con oficiosa diligencia-. A otros toca probar. Todavía no está probado que ese cuerpo con la cabeza aplastada sea el del coronel Bohun.
-Eso no tiene duda -dijo el doctor aparte al sacerdote-. Este asunto no da lugar a historias detectivescas. Yo he sido el médico del coronel y conozco el cuerpo de este hombre mejor de lo que lo conocía él mismo. Tenía unasmanos hermosas, pero con una singularidad: el que los dedos segundo y tercero, el índice y el medio, eran de igual tamaño. No hay duda de que éste es el coronel.
Y hechó una mirada al cadáver. Los ojos de hierro del inmóvil maestro de fragua siguieron su mirada y fueron a dar también en el cadáver.
-¿Que ha muerto el coronel Bohun? -dijo el maestro tranquilamente-. Quiere decir que a estas horas ya está condenado.
-¡No diga usted nada! ¡No diga usted nada! -gritó el zapatero ateo, bailando casi en un éxtasis de admiración por el sistema legal inglés-. Porque no hay legalistas como los descreídos.
El herrero volvió hacia él una cara augusta de fanático.
-A vosotros, los infieles, os está bien escurriros como ardillas donde las leyes del mundo lo consienten -dijo-. Pero a los suyos Dios los guarda. Ahora mismo lo vas a ver.
Y después, señalando el cadáver del coronel, preguntó:
-¿Cuándo murió ese perro pecador?
-Modere usted su lenguaje -dijo el médico.
-Que modere su lenguaje la Biblia y yo moderaré el mío. ¿Cuándo murió?
-A las seis de la mañana todavía estaba vivo -balbuceó Wilfrid Bohun.
Dios es bueno -dijo el herrero-. Señor inspector: no tengo el menor inconveniente en dejarme arrestar. Usted es quien debe tener inconvenientes para arrestarme. A mí no me aflige salir del juicio limpio de mancha. A usted sí le afligirá, sin duda, salir del juicio con un contratiempo en su carrera.
Por primera vez el robusto inspector miró al herrero con ojos terribles. Lo mismo hicieron los demás, menos el singular pequeño sacerdote, que seguía contemplando el martillo que había servido para asestar aquel golpe tan tremendo.
-A la puerta de la fragua hay dos hombres -continuó el herrero con grave lucidez-. Son buenos comerciantes de Greenford, a quienes conocen todos ustedes. Ellos jurarán que me han visto desde antes de la medianoche hasta el amanecer, y aún mucho después, en la sala de sesiones de nuestra Misión Religiosa, que ha trabajado toda la noche en salvar almas. En Greenford hay otros veinte que jurarán lo mismo. Si yo fuera un gentil, señor inspector, le dejaría a usted precipitarse a su ruina. Pero como cristiano, estoy obligado a ofrecerle la salvación, y preguntarle si quiere usted recibir la prueba de mi coartada antes de llevarme a juicio.
El inspector, algo desconcertado, repuso:
-Naturalmente que preferiría yo absolverle a usted de una vez.
El herrero, con aire desembarazado, salió del patio y se reunió con sus dos amigos de Greenford, que en efecto, eran amigos de todos los presentes. Y ambos, en efecto, dijeron unas cuantas palabras que nadie pensó siquiera en poner en duda. Cuando los testigos hubieron declarado, la inocencia de Simeón quedó establecida tan sólidamente como la misma iglesia que servía de fondo al cuadro.
Y entonces sobrevino uno de esos silencios más angustiosos que todas las palabras. El cura, sólo por hablar algo, dijo al sacerdote católico:
-Padre Brown, parece que a usted le intriga mucho el martillo.
-Es verdad -contestó éste-. ¿Cómo es posible que sea tan pequeño el instrumento del crimen?
El doctor volvió la cabeza.
- ¡Cierto, por San Jorge! -exclamó-. ¿Quién pudo servirse de un martillo tan ligero, habiendo a la mano tantos martillos más pesados y fuertes?
Después, bajando la voz, dijo al oído del cura:
-Sólo una persona incapaz de manejar uno más pesado. La diferencia entre los sexos no es cuestión de valor o fuerza, sino de robustez para levantar pesos en los músculos de los hombres. Una mujer atrevida puede cometer cien asesinatos con un martillo ligero, y ser incapaz de matar un escarabajo con un martillo pesado.
Wilfrid Bohun se le quedó mirando como hipnotizado de horror; mientras que el padre Brown escuchaba muy atentamente, con la cabeza inclinada hacia un lado. el doctor continuó explicándose con más énfasis:
-¿Por qué suponen estos imbéciles que la única persona que odia al amante de una mujer es el marido de esta? Nueve veces, de cada diez, quien más odia al amante es la mujer misma. ¿Quién sabe qué insolencias o traiciones habrá descubierto el amante a los ojos de ella...? Miren ustedes eso.
Y, con un ademán, señaló a la rubia, que seguía sentada en el banco. Al fin había levantado la cabeza, y las lágrimas comenzaban a secarse en sus hermosas mejillas. Pero los ojos parecían prendidos con un hilo eléctrico al cadáver del coronel, con una fijeza que tenía algo de idiotismo.
El reverendo Wilfrid Bohun hizp un ademán, como dando a entender que renunciaba a averiguar nada. Pero el padre Brown, sacudiéndose algunas cenizas de la fragua que acababan de caerle en la manga, dijo con su característico tono indiferente:
-A usted le pasa lo que a muchos otros médicos. Su ciencia del espíritu es arrebatadora; pero su ciencia física es completamente imposible. Yo convengo con usted en que la mujer suele tener más deseos de matar al cómplice que los que pudiera tener el mismo injuriado. Y también acepto que una mujer prefiera siempre un martillo ligero a uno pesado. Pero aquí el problema está en una imposiblidad física absoluta. No hay mujer en el mundo capaz de aplastar un cráneo de un golpe en esta forma.
Y, tras una pausa reflexiva, continuó:
-Esta gente no se ha dado cuenta del caso. Note usted que este hombre llevaba un casoco de hierro debajo del sombrero, y que el golpe lo ha destrozado como se rompe un vidrio. Observe usted a esa mujer: vea usted sus brazos.
Hubo un nuevo silencio, y después dijo el doctor, amoscado:
-Bueno, puede ser que yo me engañe. En este mundo todo tiene su pro y su contra. Pero vamos a lo esencial: sólo un idiota, teniendo a la mano estos martillos, pudo escoger el más ligero.
Al oír esto, Wilfrid Bohun se llevó a la cabeza las flacas y temblorosas manos, como si quisiera arrancarse los ralos cabellos amarillos. Después, dejándolas caer de nuevo, exclamó:
-Ésa era la palabra que me estaba haciendo falta. Usted lo ha dicho.
Y, dominándose, continuó:
-Usted lo ha dicho: "sólo un idiota."
-Sí. ¿Y qué?
-Pues, que, en efecto, esto sólo un idiota lo ha hecho -concluyó el cura.
Los otros dos se miraron desconcertados, mientras el proseguía con una agitación femenina y febril:
-Yo soy sacerdote; un sacerdote no puede derramar sangre. Quiero decir que no puede llebar a nadie a la horca. Y doy gracias a Dios porque ahora veo bien quién es el delincuente, y es un delincuente que no puede ser llevado a la horca.
-¿Se propone usted no denunciarlo? -preguntó el doctor.
-No le podrán colgar aún cuando yo lo denuncie -contestó Wilfrid con una sonrisa llena de extraña alegría-. Esta mañana, al venir a la iglesia, me encontré allí a un loco rezando, a ese desdichado Juan, el idiota. Dios sabe lo que habrá rezado; pero no es inverosímil suponer en un loco que las plegarias fueran al revés de lo debido. Es muy posible que un loco rece antes de matar a un hombre. Cuando vi por última vez al pobre Juan, este estaba con mi hermano. Mi hermano estaba burlándose de él.
-By Jove! -gritó el doctor-. ¡Al fin! ¡Esto es hablar claro! Pero, ¿cómo explicarse entonces..?
El reverendo Wilfrid temblaba, casi, al sentirse cerca de la verdad:
-¿No ve usted, no ve usted -dijo- que es lo único que puede explicar estos dos enigmas? Uno, es el martillo ligero; el otro, el golpe formidable. El herrero pudo asestar el golpe. Pero un loco pudo hacer las dos cosas. ¿Que el martillo era pequeño? Él es un loco: como asió ese martillo pudo asir cualquier otro objeto. Y en cuanto al golpe, ¿no sabe usted, acaso, doctor, que un loco, en su paroxismo tiene la fuerza de diez hombres?
El doctor, lanzando un profundo suspiro, contestó:
-¡Diantre! Creo que ha dado usted en el clavo.
El padre Brown había estado contemplando Abohun con tanta atención como si quisiera demostrarle que sus grandes ojos grises, ojos de buey, no eran tan insignificantes como el resto de su persona. Cuando los otros callaron, dijo con el mayor respeto:
-Mr. Bohun, la teoría que usted propone es la única que resiste un examen atento, y, como hipótesis, lo explica todo. Merece usted, pues, que le diga, fundado en mi conocimiento de los hechos, que es completamente falsa.
Y, dicho esto, el hombrecillo se alejó un poco, para dedicarse otra vez al famoso martillo.
-Este sujeto parece saber más de lo que le convendría saber -murmuró el malhumorado doctor al oído de Bohun-. Estos sacerdotes papistas son unos socarrones probados.
-No, no -dijo Bohun con expresión de fatiga-. Fue el loco, fue el loco.
El grupo formado por el doctor y los dos clérigos se había quedado aparte del grupo oficial, en que figuraban el inspector y el herrero. Pero, al disolverse a su vez, el primer grupo se puso en contacto con el segundo. El sacerdote alzó y bajó los ojos tranquilamente al oír al maestro herrero que decía en voz alta:
-Creo que le he convencido a usted, señor inspector. Soy, como usted dice, hombre bastante fuerte, pero no tanto que pueda lanzar mi martillo desde Greenford hasta aquí. Mi martillo no tiene alas para venir volando sobre valles y montañas.
El inspector rió amistosamente, y dijo:
-No; usted puede considerarse libre de toda sospecha, aunque, verdaderamente, es una de las coincidencias más singulares que he visto en mi vida. Sólo le ruego a usted que nos ayude con todo empeño a buscar otro hombre tan fuerte y talludo como usted. ¡Por San Jorge!; usted podrá sernos muy útil, aunque sea para coger al criminal. ¿Usted no tiene sospecha de ningún hombre?
-Sí, tengo una sospecha; pero no de un hombre -dijo, pálido, el herrero.
Y viendo que todos los ojos, asustados, se dirigían hacia el banco en que estaba su mujer, puso sobre el hombro de ésta su robusta mano, y añadió:
-Tampoco de una mujer.
-¿Qué quiere usted decir? -preguntó el inspector, muy risueño-. Supongo que no creerá usted que las vacas son capaces de manejar un martillo, ¿no es cierto?
-Yo creo que ningún ser de carne y hueso ha movido ese martillo -continuó el maestro con voz ahogada-. Hablando en términos humanos, yo creo que ese hombre ha muerto sólo.
Wilfrid hizo un movimiento hacia delante, y miró al herrero con ojos ardientes.
-¿Quiere usted decir entonces, Barnes -dijo con voz áspera el zapatero-, que el martillo saltó sólo y le aplastó la cabeza?
-¡Oh, caballeros! -exclamó Simeón-. Bien pueden ustedes extrañarse y burlarse; ustedes, sacerdotes, que nos cuentan todos los domingos cuán misteriosamente castigó el Señor a Senaquerib. Yo creo que Aquel que ronda invisiblemente todas las casas, quiso defender la honra de la mía, e hizo perecer al corruptor frente a mi puerta. Yo creo que la fuerza de este martillazo no es más que la fuerza de los terremotos.
Wilfrid, con indescriptible voz, dijo entonces:
-Yo mismo le había dicho a Norman que temiera el rayo de Dios.
A lo cual el inspector contestó, con leve sonrisa:
-Sólo que ese agente queda fuera de mi jurisdicción.
-Pero usted no queda fuera de la suya -contestó el herrero-. Recuérdelo usted.
Y volviendo la robusta espalda, entró en su casa.
El padre Brown, con aquella su amable facilidad de maneras, alejó de allí al conmovido Bohun:
-Vámonos de este horrible sitio, Mr. Bohun -le dijo-. ¿Puedo asomarme un poco a su iglesia? Me han dicho que es una de las más antiguas de Inglaterra. Y, ya comprende usted... -añadió con gesto cómico-, nosotros nos interesamos mucho por las iglesias antiguas de Inglaterra.
Wilfrid Bohun no pudo sonreír, porque el humorismo no era su fuerte; pero asintió con la cabeza, sintiéndose más que dispuesto a mostrar los esplendores del gótico a quien podría apreciarlos mejor que el herrero presbiteriano o el zapatero anticlerical.
-Naturalmente -dijo-. Entremos por aquí.
Y lo condujo a la entrada lateral, donde se abría la puerta con escalones al patio. Iba en la primera grada el padre Brown, cuando sintió una mano sobre su hombro y, volviéndose, vio la figura negra y esbelta del doctor, cuyo rostro estaba también negro de sospechas.
-Señor -dijo el médico con brusquedad-, usted parece conocer algunos secretos de este feo negocio. ¿Puedo preguntar a usted si se propone guardárselos para sí?
-¡Cómo, doctor! -contestó el sacerdote sonriendo plácidamente-. Hay una razón decisiva para que un hombre de mi profesión se calle las cosas cuando no está seguro de ellas, y es lo acostumbrado que está a callárselas cuando está cierto de ellas. Pero si le parece a usted que he sido reticente hasta la descortesía con usted o con cualquiera, violentaré mi costumbre todo lo que me sea posible. Le voy a dar a usted dos indicios.
-¿Y son? -preguntó el doctor, muy solemne.
-Primero -contestó el padre Brown-, algo que le compete a usted: es un punto de ciencia física. El herrero se equivoca, no quizás en asegurar que se trate de un acto divino, sino en figurarse que es un milagro. Aquí no hay milagro, doctor, sino hasta donde el hombre mismo dotado como está de un corazón extraño, perverso y, con todo, semiheróico, es un milagro. La fuerza que destruyó ese cráneo es una fuerza bien conocida de los hombres de ciencia: una de las leyes de la naturaleza más frecuentemente discutidas.
El doctor, que le contemplaba con sañuda atención, preguntó simplemente:
-¿Y luego?
Él otro indicio es éste -contestó el sacerdote-. ¿Recuerda usted que el herrero, aunque cree en el milagro, hablaba con burla de la posibilidad de que su martillo tuviera alas y hubiera venido volando por el campo desde una distancia de media milla?
-Sí -dijo el doctor-; lo recuerdo.
-Bueno -añadió el padre Brown con una sonrisa llena de sencillez-. Pues esa suposición fantástica es la más cercana a la verdad de cuantas hoy se han propuesto.
Y dicho esto, subió las gradas para reunirse con el cura.
El reverendo Wilfrid le había estado esperando, pálido e impaciente, como si esta pequeña tardanza agotara la resistencia de sus nervios. Lo condujo derechamente a su rincón favorito, a aquella parte de la galería que estaba más cerca del techo labrado, iluminada por la admirable ventana del ángel. Todo lo vio y admiró con el mayor cuidado el sacerdote latino, hablando incesantemente, aunque en voz baja. Cuando, en el curso de sus exploraciones, dio con la salida lateral y la escalera de caracol por donde Wilfrid bajó para ver a su hermano muerto, el padre Brown, en lugar de bajar, trepó con la agilidad de un mono, y desde arriba se dejó oír su clara voz:
-Suba usted, Mr. Bohun. Este aire le hará a usted bien.
Bohun subió, y se encontró en una especie de galería o balcón de piedra, desde el cual se dominaba la ilimitada llanura donde se alzaba la colinilla del pueblo, llena de vegetación hasta el término rojizo del horizonte, y salpicada aquí y allá de aldeas y granjas. Bajo ellos, como un cuadro blanco y pequeño, se veía el patio de la fragua, donde el inspector seguía tomando notas, y el cadáver yacía aún a modo de una mosca aplastada.
-Esto parece un mapamundi, ¿no es verdad? -observó el padre Brown. -Sí -dijo Bohun gravemente, y movió la cabeza.
-Debajo y alrededor de ellos las líneas del edificio gótico se hundían en el vacío con una agilidad vertiginosa y suicida. En la arquitectura de la Edad Media hay una energía titánica que, bajo cualquier aspecto que se la vea, siempre parece precipitarse como un caballo furioso.
Aquella iglesia había sido labrada en roca antigua y silenciosa, barbada de musgo y manchada con los nidos de los pájaros. Pero cuando se la contemplaba desde abajo, parecía saltar hasta las estrellas como una fuente; y cuando, como ahora, se la contemplaba desde arriba, caía como una catarata en un abismo sin ecos. Aquellos dos hombres se encontraban, así, sólos frente al aspecto más terrible del gótico: la contradicción y desproporción monstruosas, las perspectivas vertiginosas, el vislumbre de la grandeza de las cosas pequeñas y la pequeñez de las grandes: un torbellino de piedra en mitad del aire. Detalles de la piedra, enormes por su proximidad, se destacaban sobre campos y granjas que, a la distancia, aparecían diminutos. Un pájaro o fiera labrado en un ángulo resultaba un enorme dragón capaz de devorar todos los pastos y las aldeas del contorno. La atmósfera misma era embriagadora y peligrosa, y los hombres se sentían como suspendidos en el aire sobre las alas vibradoras de un genio colosal. La iglesia toda, enorme y rica como una catedral, parecía caer cual un aguacero sobre aquellos campos soleados. -Creo que andar por estas alturas, aun para rezar, es arriesgado -observó el padre Brown-. Las alturas fueron hechas para ser admiradas desde abajo, no desde arriba.
-¿Quiere usted decir que puede uno caer? -preguntó Wilfrid.
-Quiero decir que, aunque el cuerpo no caiga, se le cae a uno el alma -contestó el otro.
-No le entiendo a usted -dijo Bohun.
-Pues considere usted, por ejemplo, al herrero -continuó el padre Brown-. Es un buen hombre, pero no un cristiano: es duro, imperioso, incapaz de perdonar. Su religión escocesa es la obra de hombres que oraban en lo alto de las montañas y los precipicios, y se acostumbraron más bien a considerar el mundo desde arriba que no a ver el cielo desde abajo. La humildad es madre de los gigantes. Desde el valle se aprecian muy bien las eminencias y las cosas grandes. Desde la cumbre sólo se ven las cosas minúsculas.
-Pero, en todo caso, él no lo hizo -dijo Bohun con tremenda inquietud.
-No -dijo el otro con un acento singular-. Bien sabemos que no fue él.
Y, después de un instante, contemplando tranquilamente la llanura con sus pálidos ojos grises, continuó:
-Conocí a un hombre que comenzó por arrodillarse ante el altar como los demás, pero que se fue enamorando de los sitios altos y solitarios para entregarse a sus oraciones, como, por ejemplo, los rincones y nichos de los campanarios y chapiteles. Una vez allí, donde el mundo todo le parecía girar a sus pies como una rueda, su mente también se trastornaba, y se figuraba ser Dios. Y así, aunque era un hombre bueno, cometió un gran crimen.
Wilfrid tenía vuelto el rostro a otra parte, pero sus huesudas manos, cogidas al parapeto de piedra, se pusieron blancas y azules.
-Ese hombre creyó que a él le tocaba juzgar al mundo y castigar al pecador. Nunca se le hubiera ocurrido eso si hubiera tenido la costumbre de arrodillarse en el suelo, como los demás hombres. Pero, desde arriba, los hombres le parecían insectos. Un día distinguió, a sus pies, justamente debajo de él, uno que se pavoneaba muy orgulloso, y que era muy visible porque llevaba un sombrero verde: ¡casi un insecto ponzoñoso!


Las cornejas graznaban en los rincones del campanario, pero no se oyó ningún otro ruido. El padre Brown continuó: -Había algo más para tentarle: tenía en su mano uno de los instrumentos más terribles de la naturaleza; quiero decir, la ley de la gravedad, esa energía loca y feroz en virtud de la cual todas las criaturas de la tierra vuelan hacia el corazón de la misma en cuanto pueden hacerlo. Mire usted: el inspector pasea ahora precisamente allá abajo, en el patio de la fragua. Si yo le tiro una piedrecita desde este parapeto, cuando llegue a él llevará la fuerza de una bala. Si le dejo caer un martillo, aunque sea un martillo pequeño...
Wilfrid Bohun pasó una pierna por encima del parapeto, y el padre Brown le saltó ágilmente al cuello para retenerle.
-No por esa puerta -le dijo con mucha dulzura-. Esa puerta lleva al infierno.
Bohun, tambaleándose, se recostó en el muro y miró al padre Brown con ojos de espanto.
-¿Cómo sabe usted todo eso? -gritó-. ¿Es usted el diablo?
-Soy un hombre -contestó gravemente el padre Brown-. Por consecuencia, todos los diablos residen en mi corazón. Escúcheme usted.
Y, tras una pausa, prosiguió:
´Sé lo que usted ha hecho, o, al menos, adivino lo esencial. Cuando se separó usted de su hermano estaba poseído de ira, una ira no injustificada, al extremo de que cogió usted al paso un martillo, sintiendo un deseo sordo de matarle en el sitio mismo del pecado. Pero, dominándose, se lo guardó usted en su levita abotonada y se metió usted en la iglesia. Estuvo rezando aquí y allá sin saber lo que hacía: bajo la vidriera del ángel en la plataforma de arriba, en otra de más arriba, desde donde podía usted ver el sombrero oriental del coronel como el verde dorso de un escarabajo rampante. Algo estalló entonces dentro de su alma, y obedeciendo aun impulso súbito de procedencia indefinible, dejó usted caer el rayo de Dios.
Wilfrid se llevó una mano a la cabeza -una mano temblorosa- y preguntó con voz sofocada:
-¿Cómo sabe usted que su sombrero parecía un escarabajo verde?
-¡Oh, eso es cosa de sentido común! -dijo el otro con una sombra de sonrisa-. Pero, escúcheme usted un poco más. He dicho que sé todo esto, pero nadie más lo sabrá. El próximo paso es usted quien tiene que darlo; yo no doy más pasos: yo sello esto con el sello de la confesión. Si me pregunta usted por qué, me sobran razones, y sólo una le importa a usted. Dejo a usted en libertad de obrar, porque no está usted aún muy corrompido, como suelen estarlo los asesinos. Usted no quiso contribuir a la acusación del herrero, cuando era la cosa más fácil, ni a la de su mujer, que tampoco era difícil. Usted trató de echar la culpa al idiota, sabiendo que no se le podía castigar. Y ese sólo hecho es un vislumbre de salvación, y el encontrar tales vislumbres en los asesinos lo tengo yo por oficio propio. Y ahora, baje usted al pueblo, y haga usted lo que quiera, que está usted tan libre como el viento. Porque yo ya he dicho mi última palabra.
Bajaron la escalera de caracol en el mayor silencio, y salieron frente a la fragua, a la luz del sol. Wilfrid Bohun levantó cuidadosamente la aldaba, abrió la puerta de la cerca de palo y, dirigiéndose al inspector, dijo:
-Me entrego a la justicia: he matado a mi hermano.