sábado, 7 de abril de 2007

Relato

¡¡SALVE!! Sábado Santo. No falla, por estas fechas, quien más quien menos, todo hijo de vecino se recoge un poco o está de vacaciones, buenos momentos -pienso -para rencontrarse con el mejor Chesterton, el de relatos como el que sigue a continuación ¡oh, prodigio!:

Versión original del relato The Hammer Of God en http://www.readprint.com/chapter-1818/Gilbert-Keith-Chesterton


El martillo de Dios

El pueblecito de Bohum Beacon estaba tendido sobre una colina tan pendiente, que la alta aguja de su iglesia parecía la cima de una montaña diminuta. Al pie de la iglesia había una fragua, casi siempre enrojecida por el fuego, y siempre llena de martillos y fragmentos de hierro. Frente a ésta, en la cruz de dos calles empedradas, se veía "El Jabalí Azul", la única posada del pueblo.

En esa bocacalle, pues, al romper el alba -un alba plateada y plomiza-, dos hermanos acababan de encontrarse y estaban charlando. Uno de ellos comenzaba la jornada; el otro, la acababa. El reverendo y honorable Wilfrid Bohun era hombre muy piadoso, y se dirigía, con la aurora, a algún austero ejercicio de oración o contemplación. El honorable coronel Norman Bohun, su hermano mayor, no era piadoso en modo alguno, y, vestido de frac, se hallaba sentado en el banco junto a la puerta de "El Jabalí Azul", apurando lo que un observador filosófico podría indiferentemente considerar como su última copa del jueves o su primera copa del viernes. El coronel era hombre sin escrúpulos.
Los Bohun eran una de las contadas familias aristocráticas que realmente datan de la Edad Media, y su pendón había flotado en Palestina. Pero es un gran error suponer que estas familias mantienen la tradición; salvo los pobres, muy pocos conservan las tradiciones. Los aristócratas no viven de tradiciones, sino de modas. Los Bohun habían sido pícaros bajo la reina Ana y petimetres bajo la reina Victoria. Pero, al igual de muchas antiguas casas, durante estos últimos tiempos habían degenerado en simples borrachos y gomosos perversos, y, al fin, se produjeron en la familia ciertos vagos síntomas de locura. Realmente había algo inhumano en la feroz sed de placeres del coronel, y aquella su resolución crónica de no volver a casa hasta la madrugada tenía mucho de la horrible lucidez del insomnio. Era un animal esbelto y hermoso y, aunque entrado en años, su cabello era de un rubio admirable. Era blando y leonado, pero sus ojos azules, a fuerza de hundidos, resultaban negros. Además, los tenía muy juntos. Tenía unos bigotazos amarillos, y, junto a las guías, desde las fosas nasales hasta las quijadas, unos pliegues o surcos; de suerte que su cara parecía cortada por una risa burlona. Sobre el frac llevaba...

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...un gabán amarillo pálido, tan ligero, que casi parecía una bata, y echado hacia la nuca, un sombrero de alas anchas de color verde claro, sin duda una curiosidad oriental comprada por ahí casualmente. Estaba muy orgulloso de su elegancia incongruente, ya que se jactaba de hacerla parecer congruente. Su hermano el reverendo tenía también los cabellos rubios y el tipo elegante, pero iba vestido de negro, abrochados todos los botones, completamente afeitado; era muy pulcro y algo nervioso. Parecía vivir sólo para la religión; pero algunos aseguraban (particularmente el herrero, que era presbiteriano) que aquello, más que amor a Dios era amor a la arquitectura gótica, y que si andaba siempre como una sombra rondando por la iglesia, esto no era más que un nuevo aspecto, superior sin duda, de la misma sed de belleza que arrojaba al otro hermano a la vorágine de las mujeres y el vino. El cargo no parecía justo: la piedad práctica del sacerdote era innegable. En verdad, esta acusación provenía e la ininteligencia por el amor a la soledad y al secreto de la oración, y se fundaba sólo en que solían encontrar al sacerdote arrodillado, no ante el altar, sino en sitios como criptas o galerías, y hasta en el campanario.
El sacerdote se dirigía a la iglesia, pasando por el patio de la fragua, cuando se detuvo, arrugando el ceño, al ver a su hermano, que, con sus cavernosos ojos, estaba mirando en la misma dirección. Ni por un momento se le ocurrió que el coronel se interesara por la iglesia. Sólo quedaba, pues, la fragua; y aunque el herrero, como presbiteriano,no pertenecía a su rebaño, Wilfrid Bohun había oído hablar de ciertos escándalos y de cierta mujer del herrero, célebre por su belleza. Miró al soportal de la fragua con desconfianza, y el coronel se levantó, riendo, a hablar con él.
-Buenos días, Wilfrid -dijo -. Aquí me tienes, como buen señor, desvelado por cuidar a mi gente. Vengo a buscar al herrero.
Wilfrid, mirando al suelo, contestó:
-Lo sé -dijo el otro, sonriendo-. Por eso, precisamente, vengo a buscarle.
-Norman -dijo el clérigo, siempre mirando al suelo-, ¿no has temido nunca que te mate un rayo?
-¿Qué quieres decir? ¿Te ha dado ahora por la meteorología?
-Quiero decir -contestó Wilfrid sin alzar los ojos- que si no has temido nunca que te castigue Dios en mitad de una calle.
-Ah! Te pido perdón... -dijo el coronel -... ahora veo que tan sólo te dado por el folclore.
-Y a tí por la blasfemia -dijo el religioso, herido en lo más vivo de su ser-. Pero si no temes a Dios, no te faltarán razones para temer a los hombres.
El mayor arqueó las cejas cortesmente.
-¿Temer a los hombres?
-Barnes, el herrero -dijo el clérigo, precisando-, es el hombre más robusto y fuerte en cuarenta millas a la redonda. Y sé que tú no eres cobarde ni endeble, pero él podría arrojarte por encima de esa pared.
Como esto era verdad, hizo efecto. Y, en la cara de su hermano, la líne a de las fosas nasales a la mandíbula se hizo más profunda y negra. La mueca burlona duró un instante, pero pronto el coronel Bohun recobró su cruel buen humor, y rió, dejando ver bajo sus bigotes amarillos dos hileras de dientes de perro.
-En tal caso, mi querido Wilfrid -dijo con indiferencia-, será prudente que el último de los Bohun ande revestido de armaduras, aunque sea en parte.
Y quitándose el extravagante sombrero verde, hizo ver que estaba forrado de acero. Wilfrid reconoció en el forro acorazado un ligero casco japonés o chino arrancado de un trofeo que adornaba los muros del salón familiar.
-Es el primer sombrero que encontré a mano -explicó Norman alegremente -. Yo estoy siempre por el primer sombrero y la primera mujer que encuentro a mano.
-El herrero salio para Greenford -dijo Wilfrid gravemente-. No se sabe cuándo volverá.
Y siguió su camino hacia la iglesia con la cabeza inclinada, santiguándose como quien desea libertarse de un mal espíritu. Estaba ansioso de olvidar las groserías de su hermano en la fresca penumbra de aquellos altísimos claustros góticos. Pero estaba de Dios que aquella mañana en ciclo de sus ejercicios religiosos había de ser interrumpido constantemente por pequeños accidentes. Al entrar en la iglesia, que siempre estaba desierta a estas horas, vio que una figura arrodillada se levantaba precipitadamente y corría hacia la puerta, por donde ya entraba la luz del día. El cura, al verla, se quedó rígido de sorpresa: aquel feligrés madrugador era nada menos que el tonto del pueblo, un sobrino del herrero, un infortunado incapaz de preocuparse de la iglesia ni de ninguna cosa. Le llamaban Juan Loco, y parece que no tenía otro nombre. Era un muchacho moreno, fuerte, cargado de hombros, con una carota pálida, cabellos negros e híspidos, y siempre boquiabierto. Al pasar junto al sacerdote, su monstruosa cara no dejó adivinar lo que podía haber estado haciendo allí. Hasta entonces nadie le había visto rezar. ¿Qué extraños rezos podían esperarse de aquel hombre?
Wilfrid Bohun se quedó como clavado en el suelo largo rato, contemplando al idiota, que salió a la calle, bañada ya por el sol, y a su hermano, que lo llamó al verlo venir, con una familiaridad alegre de tío que se dirige a un sobrino. Finalmente vio que su hermano lanzaba piezas de a penique a la boca abierta de Juan Loco como quien tira al blanco.
Aquel horrible cuadro de la estupidez y la crueldad de la tierra hizo que el asceta se apresurara a consagrarse a sus plegarias, para purificarse y cambiar de ideas. Se dirigió a un banco de la galería, bajo una vidriera de colores que tenía el don de tranquilizar su ánimo: era una vidriera azul donde había un ángel con un ramo de lirios. Aquí el sacerdote comenzó a olvidarse del idiota de la cara lívida y la boca de pez. Fue pensando cada vez menos en su perverso hermano, león hambriento andando en busca de presa. Cada vez se entregó más a los halagadores y frescos tonos del cielo de zafiro y flores de plata de la vidriera.


Una media hora más tarde lo encontró allí Gibbs, el zapatero del pueblo, que venía a buscarle muy apresurado. El sacerdote se levantó al instante, comprendiendo que sólo algo grave podía obligar a Gibbs a buscarle en aquel sitio. El remendón, en efecto, como en muchos pueblos acontece, era un ateo, y su aparición en la iglesia resultaba todavía más extraña que la de Juan Loco. Aquélla era, decididamente, una mañana de enigmas teológicos.
-¿Qué pasa? -preguntó Wilfrid Bohun, aparentando serenidad, pero cogiendo el sombrero con mano temblorosa.
El ateo contestó con una voz que, para ser suya, era extraordinariamente respetuosa y hasta denotaba cierta simpatía:
-Perdóneme usted, señor-dijo; pero nos pareció indebido que no lo supiera usted de una vez. El caso es que ha pasado algo horrible. El caso es que su hermano...
Wilfrid juntó sus flacas manos, y, sin poderse reprimir, exclamó:
-¿Qué nueva atrocidad está haciendo?
-No, señor -dijo el zapatero, tosiendo-. Ya no le es dable hacer nada, ni desear nada, porque ya rindió cuentas. Lo mejor es que venga usted y lo vea.
El cura siguió al zapatero. Bajaron una escalerilla de caracol y llegaron a una puerta que estaba a nivel más alto que la calle. Desde allí, Bohun pudo apreciar al primer vistazo toda la tragedia, como en un panorama. En el patio de la fragua había unos cinco o seis hombres vestidos de negro, y entre ellos un inspector de policía. Allí estaban el doctor, el ministro presbiteriano, el sacerdote católico, en cuya feligresía contaba la mujer del herrero. El sacerdote católico hablaba a parte con ésta, en voz baja. Ella -una magnífica mujer de cabellos de oro- sollozaba sentada en un banco. Entre los dos grupos, y junto a un montón de martillos y mazos, yacía un hombre vestido de frac, abierto de brazos y piernas, y vuelto boca abajo. Wilfrid, desde su altura, reconoció todos los detalles de su traje y apariencia, y vio en su mano los anillos de la familia Bohun. Pero el cráneo no era más que una horrible masa aplastada, como una estrella negra y sangrienta.
Wilfrid Bohun no hizo más que mirar aquello y bajar corriendo al patio de la fragua. El doctor, el médico de la familia, vino a saludarle, pero Wilfrid no se dio cuenta. Sólo pudo balbucear:
-¡Mi hermano muerto! ¿Qué ha pasado? ¿Qué horrible misterio es éste?
Nadie contestó una palabra. Al fin, el remendón, el más atrevido de los presentes, dijo así:
-Sí, señor; muy horrible; pero misterio, no.
-¿Por qué? -preguntó el lívido Wilfrid.
-La cosa es muy clara -contestó Gibbs-. En cuarenta millas a la redonda sólo hay un hombre capaz de asestar un golpe como éste, y precisamente es el único hombre que tenía razón para hacerlo.
-No hay que prejuzgar más -dijo nerviosamente el doctor, que era un hombre alto, de barba negra-. Pero me corresponde corroborar lo que dice Mr. Gibbs sobre la naturaleza del golpe: es realmente un golpe increíble. Mr. Gibbs dice que, en el distrito, sólo hay un hombre capaz de haberlo dado. Yo me atrevo a afirmar que no hay ninguno.
Por el cuerpo frágil del reverendo pasó un estremecimiento supersticioso.
-Apenas entiendo -dijo.
-Mr. Bohun -continuó el doctor en voz baja-, me faltan imágenes para explicarlo; decir que el cráneo ha sido destrozado como un cascarón de huevo, todavía es poco. Dentro del cuerpo mismo han entrado algunos fragmentos óseos, y también han entrado en el suelo, como entarían las balas en una pared blanda. Esto parece obra de un gigante.
Calló un instante. Tras las gafas relumbraban sus ojos. Después prosiguió:
-Esto tiene una ventaja: que, por lo menos, deja libre de toda sospecha a mucha gente. Si usted, o yo, o cualquier persona normal del pueblo fuera acusada de este crimen, se nos pondría libres al instante, como se pondría libre a un niño acusado de robar la columna de Nelson.
-Eso es lo que yo digo -repitió el obstinado zapatero-. Sólo hay un hombre capaz de haberlo hecho, y es también el que pudo verse en el caso de hacerlo. ¿Dónde está Simeón Barnes, el herrero?
-Está en Greenford, tartamudeó el cura.
Más fácil es que esté en Francia -gruñó el zapatero.
-No; ni en uno ni en otro sitio -dijo una vocecita descolorida, la voz del pequeño sacerdote católico, que acababa de reunirse al grupo-. Evidentemente, ahora mismo viene por el camino.
El sacerdote no era hombre de aspecto interesante. Tenía unos cabellos opacos y una cara redonda y vulgar. Pero, así hubiera sido tan bello como Apolo, nadie habría vuelto la cabeza para mirarle. Todos la volvieron hacia el camino que atravesaba el llano. En efecto: por allá se veía venir, con sus grandes trancos y su martillo al hombro, a Simeón el herrero. Era hombre huesudo y gigantesco; tenía unos ojos profundos, negros, siniestros, y una barba negra. Venía acompañado de dos hombres, con quienes charlaba tranquilamente, y aunque no era de suyo alegre, parecía contento.
-¡Dios mío! -gritó el ateo remendón. ¡Y trae al hombro el martillo asesino!
-No -dijo el inspector, hombre de aspecto sensible, que usaba bigote pardo y hablaba ahora por vez primera-. El martillo que sirvió para el crimen está allí, junto al muro de la iglesia. Lo mismo que el cadáver, lo hemos dejado en el sitio en que lo encontramos.
Todos buscaron el martillo con la mirada. El sacerdote pequeño dio unos pasos y fue a examinar el instrumento de cerca. Era uno de los martillos más ligeros, más pequeños que hay en las fraguas, y sólo por eso llamaba la atención. Pero en el hierro podía verse una mancha de sangre y un mechón de cabellos amarillos.
Tras una pausa, el pequeño sacerdote, sin alzar los ojos, comenzó a hablar, por cierto con voz algo alterada:
-No tenía razón Mr. Gibbs -dijo- en asegurar que aquí no hay misterio. Porque, cuando menos, queda el misterio de cómo ese hombre tan fuerte pudo emplear para semejante golpe un martillo tan pequeño.
-Eso no importa -dijo Gibbs, febril-. ¿Qué hacemos con Simeón Barnes? -Dejarle -dijo el sacerdote tranquilamente-. El viene aquí por su propio pie. Conozco a sus dos acompañantes. Son buenos vecinos de Greenford. Ahora estarán ya a la altura de la capilla presbiteriana.
Y en ese momento el fornido herrero dobló la esquina de la iglesia y entró en su patio. Se detuvo, se quedó inmóvil: cayó de su mano el martillo. El inspector, que había conservado una corrección impenetrable, fue hacia él al instante.
-Yo no le pregunto a usted, Mr. Barnes -dijo- si sabe lo que ha sucedido aquí. No está usted obligado a declararlo. Espero y deseo que lo ignore usted, y que pueda usted probar su ignorancia. Pero tengo la obligación de arrestarle a usted en nombre del rey por la muerte del coronel Norman Bohun.
-No está usted obligado a confesar nada -dijo el zapatero con oficiosa diligencia-. A otros toca probar. Todavía no está probado que ese cuerpo con la cabeza aplastada sea el del coronel Bohun.
-Eso no tiene duda -dijo el doctor aparte al sacerdote-. Este asunto no da lugar a historias detectivescas. Yo he sido el médico del coronel y conozco el cuerpo de este hombre mejor de lo que lo conocía él mismo. Tenía unasmanos hermosas, pero con una singularidad: el que los dedos segundo y tercero, el índice y el medio, eran de igual tamaño. No hay duda de que éste es el coronel.
Y hechó una mirada al cadáver. Los ojos de hierro del inmóvil maestro de fragua siguieron su mirada y fueron a dar también en el cadáver.
-¿Que ha muerto el coronel Bohun? -dijo el maestro tranquilamente-. Quiere decir que a estas horas ya está condenado.
-¡No diga usted nada! ¡No diga usted nada! -gritó el zapatero ateo, bailando casi en un éxtasis de admiración por el sistema legal inglés-. Porque no hay legalistas como los descreídos.
El herrero volvió hacia él una cara augusta de fanático.
-A vosotros, los infieles, os está bien escurriros como ardillas donde las leyes del mundo lo consienten -dijo-. Pero a los suyos Dios los guarda. Ahora mismo lo vas a ver.
Y después, señalando el cadáver del coronel, preguntó:
-¿Cuándo murió ese perro pecador?
-Modere usted su lenguaje -dijo el médico.
-Que modere su lenguaje la Biblia y yo moderaré el mío. ¿Cuándo murió?
-A las seis de la mañana todavía estaba vivo -balbuceó Wilfrid Bohun.
Dios es bueno -dijo el herrero-. Señor inspector: no tengo el menor inconveniente en dejarme arrestar. Usted es quien debe tener inconvenientes para arrestarme. A mí no me aflige salir del juicio limpio de mancha. A usted sí le afligirá, sin duda, salir del juicio con un contratiempo en su carrera.
Por primera vez el robusto inspector miró al herrero con ojos terribles. Lo mismo hicieron los demás, menos el singular pequeño sacerdote, que seguía contemplando el martillo que había servido para asestar aquel golpe tan tremendo.
-A la puerta de la fragua hay dos hombres -continuó el herrero con grave lucidez-. Son buenos comerciantes de Greenford, a quienes conocen todos ustedes. Ellos jurarán que me han visto desde antes de la medianoche hasta el amanecer, y aún mucho después, en la sala de sesiones de nuestra Misión Religiosa, que ha trabajado toda la noche en salvar almas. En Greenford hay otros veinte que jurarán lo mismo. Si yo fuera un gentil, señor inspector, le dejaría a usted precipitarse a su ruina. Pero como cristiano, estoy obligado a ofrecerle la salvación, y preguntarle si quiere usted recibir la prueba de mi coartada antes de llevarme a juicio.
El inspector, algo desconcertado, repuso:
-Naturalmente que preferiría yo absolverle a usted de una vez.
El herrero, con aire desembarazado, salió del patio y se reunió con sus dos amigos de Greenford, que en efecto, eran amigos de todos los presentes. Y ambos, en efecto, dijeron unas cuantas palabras que nadie pensó siquiera en poner en duda. Cuando los testigos hubieron declarado, la inocencia de Simeón quedó establecida tan sólidamente como la misma iglesia que servía de fondo al cuadro.
Y entonces sobrevino uno de esos silencios más angustiosos que todas las palabras. El cura, sólo por hablar algo, dijo al sacerdote católico:
-Padre Brown, parece que a usted le intriga mucho el martillo.
-Es verdad -contestó éste-. ¿Cómo es posible que sea tan pequeño el instrumento del crimen?
El doctor volvió la cabeza.
- ¡Cierto, por San Jorge! -exclamó-. ¿Quién pudo servirse de un martillo tan ligero, habiendo a la mano tantos martillos más pesados y fuertes?
Después, bajando la voz, dijo al oído del cura:
-Sólo una persona incapaz de manejar uno más pesado. La diferencia entre los sexos no es cuestión de valor o fuerza, sino de robustez para levantar pesos en los músculos de los hombres. Una mujer atrevida puede cometer cien asesinatos con un martillo ligero, y ser incapaz de matar un escarabajo con un martillo pesado.
Wilfrid Bohun se le quedó mirando como hipnotizado de horror; mientras que el padre Brown escuchaba muy atentamente, con la cabeza inclinada hacia un lado. el doctor continuó explicándose con más énfasis:
-¿Por qué suponen estos imbéciles que la única persona que odia al amante de una mujer es el marido de esta? Nueve veces, de cada diez, quien más odia al amante es la mujer misma. ¿Quién sabe qué insolencias o traiciones habrá descubierto el amante a los ojos de ella...? Miren ustedes eso.
Y, con un ademán, señaló a la rubia, que seguía sentada en el banco. Al fin había levantado la cabeza, y las lágrimas comenzaban a secarse en sus hermosas mejillas. Pero los ojos parecían prendidos con un hilo eléctrico al cadáver del coronel, con una fijeza que tenía algo de idiotismo.
El reverendo Wilfrid Bohun hizp un ademán, como dando a entender que renunciaba a averiguar nada. Pero el padre Brown, sacudiéndose algunas cenizas de la fragua que acababan de caerle en la manga, dijo con su característico tono indiferente:
-A usted le pasa lo que a muchos otros médicos. Su ciencia del espíritu es arrebatadora; pero su ciencia física es completamente imposible. Yo convengo con usted en que la mujer suele tener más deseos de matar al cómplice que los que pudiera tener el mismo injuriado. Y también acepto que una mujer prefiera siempre un martillo ligero a uno pesado. Pero aquí el problema está en una imposiblidad física absoluta. No hay mujer en el mundo capaz de aplastar un cráneo de un golpe en esta forma.
Y, tras una pausa reflexiva, continuó:
-Esta gente no se ha dado cuenta del caso. Note usted que este hombre llevaba un casoco de hierro debajo del sombrero, y que el golpe lo ha destrozado como se rompe un vidrio. Observe usted a esa mujer: vea usted sus brazos.
Hubo un nuevo silencio, y después dijo el doctor, amoscado:
-Bueno, puede ser que yo me engañe. En este mundo todo tiene su pro y su contra. Pero vamos a lo esencial: sólo un idiota, teniendo a la mano estos martillos, pudo escoger el más ligero.
Al oír esto, Wilfrid Bohun se llevó a la cabeza las flacas y temblorosas manos, como si quisiera arrancarse los ralos cabellos amarillos. Después, dejándolas caer de nuevo, exclamó:
-Ésa era la palabra que me estaba haciendo falta. Usted lo ha dicho.
Y, dominándose, continuó:
-Usted lo ha dicho: "sólo un idiota."
-Sí. ¿Y qué?
-Pues, que, en efecto, esto sólo un idiota lo ha hecho -concluyó el cura.
Los otros dos se miraron desconcertados, mientras el proseguía con una agitación femenina y febril:
-Yo soy sacerdote; un sacerdote no puede derramar sangre. Quiero decir que no puede llebar a nadie a la horca. Y doy gracias a Dios porque ahora veo bien quién es el delincuente, y es un delincuente que no puede ser llevado a la horca.
-¿Se propone usted no denunciarlo? -preguntó el doctor.
-No le podrán colgar aún cuando yo lo denuncie -contestó Wilfrid con una sonrisa llena de extraña alegría-. Esta mañana, al venir a la iglesia, me encontré allí a un loco rezando, a ese desdichado Juan, el idiota. Dios sabe lo que habrá rezado; pero no es inverosímil suponer en un loco que las plegarias fueran al revés de lo debido. Es muy posible que un loco rece antes de matar a un hombre. Cuando vi por última vez al pobre Juan, este estaba con mi hermano. Mi hermano estaba burlándose de él.
-By Jove! -gritó el doctor-. ¡Al fin! ¡Esto es hablar claro! Pero, ¿cómo explicarse entonces..?
El reverendo Wilfrid temblaba, casi, al sentirse cerca de la verdad:
-¿No ve usted, no ve usted -dijo- que es lo único que puede explicar estos dos enigmas? Uno, es el martillo ligero; el otro, el golpe formidable. El herrero pudo asestar el golpe. Pero un loco pudo hacer las dos cosas. ¿Que el martillo era pequeño? Él es un loco: como asió ese martillo pudo asir cualquier otro objeto. Y en cuanto al golpe, ¿no sabe usted, acaso, doctor, que un loco, en su paroxismo tiene la fuerza de diez hombres?
El doctor, lanzando un profundo suspiro, contestó:
-¡Diantre! Creo que ha dado usted en el clavo.
El padre Brown había estado contemplando Abohun con tanta atención como si quisiera demostrarle que sus grandes ojos grises, ojos de buey, no eran tan insignificantes como el resto de su persona. Cuando los otros callaron, dijo con el mayor respeto:
-Mr. Bohun, la teoría que usted propone es la única que resiste un examen atento, y, como hipótesis, lo explica todo. Merece usted, pues, que le diga, fundado en mi conocimiento de los hechos, que es completamente falsa.
Y, dicho esto, el hombrecillo se alejó un poco, para dedicarse otra vez al famoso martillo.
-Este sujeto parece saber más de lo que le convendría saber -murmuró el malhumorado doctor al oído de Bohun-. Estos sacerdotes papistas son unos socarrones probados.
-No, no -dijo Bohun con expresión de fatiga-. Fue el loco, fue el loco.
El grupo formado por el doctor y los dos clérigos se había quedado aparte del grupo oficial, en que figuraban el inspector y el herrero. Pero, al disolverse a su vez, el primer grupo se puso en contacto con el segundo. El sacerdote alzó y bajó los ojos tranquilamente al oír al maestro herrero que decía en voz alta:
-Creo que le he convencido a usted, señor inspector. Soy, como usted dice, hombre bastante fuerte, pero no tanto que pueda lanzar mi martillo desde Greenford hasta aquí. Mi martillo no tiene alas para venir volando sobre valles y montañas.
El inspector rió amistosamente, y dijo:
-No; usted puede considerarse libre de toda sospecha, aunque, verdaderamente, es una de las coincidencias más singulares que he visto en mi vida. Sólo le ruego a usted que nos ayude con todo empeño a buscar otro hombre tan fuerte y talludo como usted. ¡Por San Jorge!; usted podrá sernos muy útil, aunque sea para coger al criminal. ¿Usted no tiene sospecha de ningún hombre?
-Sí, tengo una sospecha; pero no de un hombre -dijo, pálido, el herrero.
Y viendo que todos los ojos, asustados, se dirigían hacia el banco en que estaba su mujer, puso sobre el hombro de ésta su robusta mano, y añadió:
-Tampoco de una mujer.
-¿Qué quiere usted decir? -preguntó el inspector, muy risueño-. Supongo que no creerá usted que las vacas son capaces de manejar un martillo, ¿no es cierto?
-Yo creo que ningún ser de carne y hueso ha movido ese martillo -continuó el maestro con voz ahogada-. Hablando en términos humanos, yo creo que ese hombre ha muerto sólo.
Wilfrid hizo un movimiento hacia delante, y miró al herrero con ojos ardientes.
-¿Quiere usted decir entonces, Barnes -dijo con voz áspera el zapatero-, que el martillo saltó sólo y le aplastó la cabeza?
-¡Oh, caballeros! -exclamó Simeón-. Bien pueden ustedes extrañarse y burlarse; ustedes, sacerdotes, que nos cuentan todos los domingos cuán misteriosamente castigó el Señor a Senaquerib. Yo creo que Aquel que ronda invisiblemente todas las casas, quiso defender la honra de la mía, e hizo perecer al corruptor frente a mi puerta. Yo creo que la fuerza de este martillazo no es más que la fuerza de los terremotos.
Wilfrid, con indescriptible voz, dijo entonces:
-Yo mismo le había dicho a Norman que temiera el rayo de Dios.
A lo cual el inspector contestó, con leve sonrisa:
-Sólo que ese agente queda fuera de mi jurisdicción.
-Pero usted no queda fuera de la suya -contestó el herrero-. Recuérdelo usted.
Y volviendo la robusta espalda, entró en su casa.
El padre Brown, con aquella su amable facilidad de maneras, alejó de allí al conmovido Bohun:
-Vámonos de este horrible sitio, Mr. Bohun -le dijo-. ¿Puedo asomarme un poco a su iglesia? Me han dicho que es una de las más antiguas de Inglaterra. Y, ya comprende usted... -añadió con gesto cómico-, nosotros nos interesamos mucho por las iglesias antiguas de Inglaterra.
Wilfrid Bohun no pudo sonreír, porque el humorismo no era su fuerte; pero asintió con la cabeza, sintiéndose más que dispuesto a mostrar los esplendores del gótico a quien podría apreciarlos mejor que el herrero presbiteriano o el zapatero anticlerical.
-Naturalmente -dijo-. Entremos por aquí.
Y lo condujo a la entrada lateral, donde se abría la puerta con escalones al patio. Iba en la primera grada el padre Brown, cuando sintió una mano sobre su hombro y, volviéndose, vio la figura negra y esbelta del doctor, cuyo rostro estaba también negro de sospechas.
-Señor -dijo el médico con brusquedad-, usted parece conocer algunos secretos de este feo negocio. ¿Puedo preguntar a usted si se propone guardárselos para sí?
-¡Cómo, doctor! -contestó el sacerdote sonriendo plácidamente-. Hay una razón decisiva para que un hombre de mi profesión se calle las cosas cuando no está seguro de ellas, y es lo acostumbrado que está a callárselas cuando está cierto de ellas. Pero si le parece a usted que he sido reticente hasta la descortesía con usted o con cualquiera, violentaré mi costumbre todo lo que me sea posible. Le voy a dar a usted dos indicios.
-¿Y son? -preguntó el doctor, muy solemne.
-Primero -contestó el padre Brown-, algo que le compete a usted: es un punto de ciencia física. El herrero se equivoca, no quizás en asegurar que se trate de un acto divino, sino en figurarse que es un milagro. Aquí no hay milagro, doctor, sino hasta donde el hombre mismo dotado como está de un corazón extraño, perverso y, con todo, semiheróico, es un milagro. La fuerza que destruyó ese cráneo es una fuerza bien conocida de los hombres de ciencia: una de las leyes de la naturaleza más frecuentemente discutidas.
El doctor, que le contemplaba con sañuda atención, preguntó simplemente:
-¿Y luego?
Él otro indicio es éste -contestó el sacerdote-. ¿Recuerda usted que el herrero, aunque cree en el milagro, hablaba con burla de la posibilidad de que su martillo tuviera alas y hubiera venido volando por el campo desde una distancia de media milla?
-Sí -dijo el doctor-; lo recuerdo.
-Bueno -añadió el padre Brown con una sonrisa llena de sencillez-. Pues esa suposición fantástica es la más cercana a la verdad de cuantas hoy se han propuesto.
Y dicho esto, subió las gradas para reunirse con el cura.
El reverendo Wilfrid le había estado esperando, pálido e impaciente, como si esta pequeña tardanza agotara la resistencia de sus nervios. Lo condujo derechamente a su rincón favorito, a aquella parte de la galería que estaba más cerca del techo labrado, iluminada por la admirable ventana del ángel. Todo lo vio y admiró con el mayor cuidado el sacerdote latino, hablando incesantemente, aunque en voz baja. Cuando, en el curso de sus exploraciones, dio con la salida lateral y la escalera de caracol por donde Wilfrid bajó para ver a su hermano muerto, el padre Brown, en lugar de bajar, trepó con la agilidad de un mono, y desde arriba se dejó oír su clara voz:
-Suba usted, Mr. Bohun. Este aire le hará a usted bien.
Bohun subió, y se encontró en una especie de galería o balcón de piedra, desde el cual se dominaba la ilimitada llanura donde se alzaba la colinilla del pueblo, llena de vegetación hasta el término rojizo del horizonte, y salpicada aquí y allá de aldeas y granjas. Bajo ellos, como un cuadro blanco y pequeño, se veía el patio de la fragua, donde el inspector seguía tomando notas, y el cadáver yacía aún a modo de una mosca aplastada.
-Esto parece un mapamundi, ¿no es verdad? -observó el padre Brown. -Sí -dijo Bohun gravemente, y movió la cabeza.
-Debajo y alrededor de ellos las líneas del edificio gótico se hundían en el vacío con una agilidad vertiginosa y suicida. En la arquitectura de la Edad Media hay una energía titánica que, bajo cualquier aspecto que se la vea, siempre parece precipitarse como un caballo furioso.
Aquella iglesia había sido labrada en roca antigua y silenciosa, barbada de musgo y manchada con los nidos de los pájaros. Pero cuando se la contemplaba desde abajo, parecía saltar hasta las estrellas como una fuente; y cuando, como ahora, se la contemplaba desde arriba, caía como una catarata en un abismo sin ecos. Aquellos dos hombres se encontraban, así, sólos frente al aspecto más terrible del gótico: la contradicción y desproporción monstruosas, las perspectivas vertiginosas, el vislumbre de la grandeza de las cosas pequeñas y la pequeñez de las grandes: un torbellino de piedra en mitad del aire. Detalles de la piedra, enormes por su proximidad, se destacaban sobre campos y granjas que, a la distancia, aparecían diminutos. Un pájaro o fiera labrado en un ángulo resultaba un enorme dragón capaz de devorar todos los pastos y las aldeas del contorno. La atmósfera misma era embriagadora y peligrosa, y los hombres se sentían como suspendidos en el aire sobre las alas vibradoras de un genio colosal. La iglesia toda, enorme y rica como una catedral, parecía caer cual un aguacero sobre aquellos campos soleados. -Creo que andar por estas alturas, aun para rezar, es arriesgado -observó el padre Brown-. Las alturas fueron hechas para ser admiradas desde abajo, no desde arriba.
-¿Quiere usted decir que puede uno caer? -preguntó Wilfrid.
-Quiero decir que, aunque el cuerpo no caiga, se le cae a uno el alma -contestó el otro.
-No le entiendo a usted -dijo Bohun.
-Pues considere usted, por ejemplo, al herrero -continuó el padre Brown-. Es un buen hombre, pero no un cristiano: es duro, imperioso, incapaz de perdonar. Su religión escocesa es la obra de hombres que oraban en lo alto de las montañas y los precipicios, y se acostumbraron más bien a considerar el mundo desde arriba que no a ver el cielo desde abajo. La humildad es madre de los gigantes. Desde el valle se aprecian muy bien las eminencias y las cosas grandes. Desde la cumbre sólo se ven las cosas minúsculas.
-Pero, en todo caso, él no lo hizo -dijo Bohun con tremenda inquietud.
-No -dijo el otro con un acento singular-. Bien sabemos que no fue él.
Y, después de un instante, contemplando tranquilamente la llanura con sus pálidos ojos grises, continuó:
-Conocí a un hombre que comenzó por arrodillarse ante el altar como los demás, pero que se fue enamorando de los sitios altos y solitarios para entregarse a sus oraciones, como, por ejemplo, los rincones y nichos de los campanarios y chapiteles. Una vez allí, donde el mundo todo le parecía girar a sus pies como una rueda, su mente también se trastornaba, y se figuraba ser Dios. Y así, aunque era un hombre bueno, cometió un gran crimen.
Wilfrid tenía vuelto el rostro a otra parte, pero sus huesudas manos, cogidas al parapeto de piedra, se pusieron blancas y azules.
-Ese hombre creyó que a él le tocaba juzgar al mundo y castigar al pecador. Nunca se le hubiera ocurrido eso si hubiera tenido la costumbre de arrodillarse en el suelo, como los demás hombres. Pero, desde arriba, los hombres le parecían insectos. Un día distinguió, a sus pies, justamente debajo de él, uno que se pavoneaba muy orgulloso, y que era muy visible porque llevaba un sombrero verde: ¡casi un insecto ponzoñoso!


Las cornejas graznaban en los rincones del campanario, pero no se oyó ningún otro ruido. El padre Brown continuó: -Había algo más para tentarle: tenía en su mano uno de los instrumentos más terribles de la naturaleza; quiero decir, la ley de la gravedad, esa energía loca y feroz en virtud de la cual todas las criaturas de la tierra vuelan hacia el corazón de la misma en cuanto pueden hacerlo. Mire usted: el inspector pasea ahora precisamente allá abajo, en el patio de la fragua. Si yo le tiro una piedrecita desde este parapeto, cuando llegue a él llevará la fuerza de una bala. Si le dejo caer un martillo, aunque sea un martillo pequeño...
Wilfrid Bohun pasó una pierna por encima del parapeto, y el padre Brown le saltó ágilmente al cuello para retenerle.
-No por esa puerta -le dijo con mucha dulzura-. Esa puerta lleva al infierno.
Bohun, tambaleándose, se recostó en el muro y miró al padre Brown con ojos de espanto.
-¿Cómo sabe usted todo eso? -gritó-. ¿Es usted el diablo?
-Soy un hombre -contestó gravemente el padre Brown-. Por consecuencia, todos los diablos residen en mi corazón. Escúcheme usted.
Y, tras una pausa, prosiguió:
´Sé lo que usted ha hecho, o, al menos, adivino lo esencial. Cuando se separó usted de su hermano estaba poseído de ira, una ira no injustificada, al extremo de que cogió usted al paso un martillo, sintiendo un deseo sordo de matarle en el sitio mismo del pecado. Pero, dominándose, se lo guardó usted en su levita abotonada y se metió usted en la iglesia. Estuvo rezando aquí y allá sin saber lo que hacía: bajo la vidriera del ángel en la plataforma de arriba, en otra de más arriba, desde donde podía usted ver el sombrero oriental del coronel como el verde dorso de un escarabajo rampante. Algo estalló entonces dentro de su alma, y obedeciendo aun impulso súbito de procedencia indefinible, dejó usted caer el rayo de Dios.
Wilfrid se llevó una mano a la cabeza -una mano temblorosa- y preguntó con voz sofocada:
-¿Cómo sabe usted que su sombrero parecía un escarabajo verde?
-¡Oh, eso es cosa de sentido común! -dijo el otro con una sombra de sonrisa-. Pero, escúcheme usted un poco más. He dicho que sé todo esto, pero nadie más lo sabrá. El próximo paso es usted quien tiene que darlo; yo no doy más pasos: yo sello esto con el sello de la confesión. Si me pregunta usted por qué, me sobran razones, y sólo una le importa a usted. Dejo a usted en libertad de obrar, porque no está usted aún muy corrompido, como suelen estarlo los asesinos. Usted no quiso contribuir a la acusación del herrero, cuando era la cosa más fácil, ni a la de su mujer, que tampoco era difícil. Usted trató de echar la culpa al idiota, sabiendo que no se le podía castigar. Y ese sólo hecho es un vislumbre de salvación, y el encontrar tales vislumbres en los asesinos lo tengo yo por oficio propio. Y ahora, baje usted al pueblo, y haga usted lo que quiera, que está usted tan libre como el viento. Porque yo ya he dicho mi última palabra.
Bajaron la escalera de caracol en el mayor silencio, y salieron frente a la fragua, a la luz del sol. Wilfrid Bohun levantó cuidadosamente la aldaba, abrió la puerta de la cerca de palo y, dirigiéndose al inspector, dijo:
-Me entrego a la justicia: he matado a mi hermano.





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