martes, 15 de mayo de 2007

De los FUERTES: Santos y héroes

«Yüsuf ben Tasüfin, nuevo emir del imperio almorávide al norte de África, desembarca en Algeciras en 1086. Acaudilla formidable ejército, y cuatro meses después Alfonso VI sufre una terrible derrota en Zalacá.
En 1090, desembarca por tercera vez. Fracasa en la conquista de Toledo y devasta tierras y castillos. Al de Majerit también le llegó su turno y la aldea fue saqueada.
El miedo obliga a sus pacíficos y laboriosos campesinos a abandonar la villa. ISIDRO emprende ruta hacia el Norte. Se detiene en Torrelaguna, donde tiene algunos lejanos parientes. Un rico labrador le encarga de cultivar sus fincas.
La vulgaridad de los mediocres nunca está ociosa, y como el envidioso, adelgaza con la gordura ajena. Los compañeros de labor no tardan en hacerle blanco de falsas acusaciones. El amo crédulo y superficial, ignora la fidelidad laboriosa de Isidro. Cree las patrañas de sus colegas.



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Le somete a la prueba y le exige mayor rendimiento. El santo con paciente humildad soporta la calumnia y la prueba, pero defiende su dignidad con entereza. Encarna las virtudes propias del castellano viejo. Laboriosidad, honradez, discreción. Aprecia al hombre por lo que es, no por lo que tiene.
Era costumbre en Castilla que el señor entregase como salario a sus criados unas parcelas de tierra, el pegujal. Trabaja su pegujal y logra cuantioso grano. La avaricia del amo coloca al santo en trance difícil. Calma las iras del dueño. Le dice: "Tomad, señor, todo el grano. Yo me quedaré con la paja". Dios se encarga siempre de confundir la envidia y codicia. El poco trigo que entre la paja había quedado, se multiplica milagrosamente con pasmo de todos.
En Torrelaguna conoce a MARÍA, con la que contrae un esponsalicio santo. Ella, según los biógrafos, es cristiana recia, amante del trabajo y asidua en la oración.
La Historia la conoce con el nombre de Sta. María de la Cabeza. Al morir, su cabeza fue trasladada a una ermita no lejos de Torrelaguna.
Los esposos desean consagrarse más a Dios, y deciden vivir separados. María se retira a una ermita y el santo permanece solo. Volverían a unirse en los últimos años de su vida y tienen un hijo único.
Nostalgia de su villa natal siente en este destierro, cara a las lejanas cumbres de Somosierra. Añora su querida Magerit.
Alfonso I el Batallador toma Zaragoza, expulsando a los almorávides. La hora de partir para Isidro y María había sonado. Las risueñas y fértiles riberas del Manzanares vuelven a alegrar sus ojos, y entran gozosos en la villa que ya no abandonará el santo hasta su muerte.
Juan de Vargas, encandilado por sus cualidades, le pone al frente de sus dilatadas y riquísimas posesiones que se abren hacia la anchurosa meseta.
Lustros y lustros de trabajo sencillo, oculto y gozoso. Se parece al canto de los pájaros que revolaban bulliciosos en torno a sus mansos bueyes. Muere Alfonso VI y: le sucede Alfonso VII, Alfonso VIII, pero Isidro tiene su corazón puesto donde están los verdaderos gozos. Sabe que esta vida es buena pero miserable, y que la eterna es mejor y además feliz.
El santo es tan pobre que no podía serlo más. No cultiva su prado, viña o pegujal, y trabaja los campos de Juan. Al anochecer, se descubre siempre respetuoso ante su señor y le dice: "Señor amo, ¿a dónde hay que ir mañana?" Vargas le señala la tarea de la jornada. Sembrar, arar, barbechar, limpiar y podar vides o levantar la cosecha.
Al día siguiente a la Virgen de la Almudena o a Sta. María de Atocha, guiaba sus bueyes hacia las colinas onduladas de Carabanchel. Las tierras de Getafe y Móstoles, las umbrías y acogedoras orillas del Jarama, las riberas del Manzanares recogían agradecidas sus sudores ardientes.
Horas y horas de labor bajo sol calcinante o lluvia pertinaz. Trabaja sin prisas ni pausas, esperando con paciencia la venida del Señor que "está cerca", como recuerda la primera lectura de la Misa (Sant 5,7-8).
Un trabajo ennoblecido por las claridades de la fe. La frente bañada en el oro del cielo, y el alma envuelta en las caricias ásperas o suaves de la madre tierra. Cielo, terruño son los únicos libros de aquel labrador incansable que no sabe leer. Rebosa felicidad mirando a Dios en la naturaleza, y adorándole presente en su alma. ¡Cuántas veces, entre ventiscas y tempestades o en los días serenos y luminosos, le cantaría: "Eres tan grande que no cabes en el firmamento... y tan pequeño que te encierras en mi corazón"! Nunca se fatiga, y si se fatiga ama la misma fatiga, pues el amor le hace encontrar descanso en el trabajo.
Calderón de la Barca, el maestro Espinel, Lope de Vega y Guillén de Castro, entre otros, le cantan en versos inmortales. Las mesetas de Castilla quedarán siempre iluminadas y fecundadas con su sencillez y paciencia. No hizo nada extra, pero fue un héroe que sembraba en la tierra una cosecha de eternidad. En su zamarra de labriego podría bordarse una cruz y un arado. Con letras de oro, ora et labora».

Tomás Morales S. J., «Semblanzas»

«Pues me parece que el atleta valiente, una vez desnudo para luchar en el estado de la piedad, debe sufrir con valor los golpes que le den los contrarios, con la esperanza de la gloria del premio. Pues que todos aquellos que en los juegos gimnásticos se han acostumbrado a las fatigas de la lucha, jamás desmayan por el dolor de los golpes; antes bien, despreciando los males presentes por el deseo del triunfo, atacan de cerca de sus adversarios. De la misma manera, aunque al varón virtuoso le acontezca alguna cosa desagradable, no por eso perderá su gozo».

SAN BASILIO, Homilía sobre la alegría.

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